domingo, 17 de fevereiro de 2013

Orar con la vida de los santos. La vida oculta de Nazaret

Orar con la vida de los santos
Laureano J. Benítez Grande-Caballero
EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, 2006
2ª edición
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(Otras obras del autor en http://www.grandecaballero.com)
ÍNDICE DE LA PÁGINA
Índice de la obra
Resumen del libro
Introducción
Índice
Introducción
1.- El camino de Damasco (la conversión)
  • Las señales de Dios
  • La conversión a través del sufrimiento
  • La determinación a la santidad
  • La santidad en la vida cotidiana
  • La llamada dentro de la llamada
  • El hijo pródigo
2.- Llama de amor viva ( la oración)
  • La Eucaristía: El encuentro personal con Jesús
  • La oración: una relación de amor
  • La noche oscura del alma
  • Vivir en la presencia de Dios
  • Cómo oraban los santos
  • El poder de la oración
3.- Las dos coronas (la abnegación del yo)
  • La puerta angosta: el sentido de la mortificación
  • Cargando con las pequeñas cruces
  • Los cimientos del castillo: la humildad
4.- El reino de la caridad fraterna
  • Amar es compartir
  • El hambre de amor
  • El valor de una sonrisa
5.- La vida oculta de Nazaret (la santidad en la vida diaria)
  • La vocación matrimonial
  • La santificación del trabajo
  • La santidad en nuestras relaciones con los demás
  • La alegría: «un santo triste es un triste santo»
6.- El monte de los santos (la Cruz)
  • El sufrimiento vicario
  • En la cima del Gólgota
  • Los héroes del amor
Epílogo
Bibliografía
Resumen de la obra
"Orar con la vida de los santos" es una antología de hechos protagonizados por los santos, en los cuales se ponen de manifiesto los valores, principios y actitudes que tuvieron en su vida aquellos personajes que la tradición cristiana ha considerado santos. El objetivo de esta antología es demostrar que es posible vivir la santidad en la vida diaria, en medio de nuestras ocupaciones, a pesar de nuestras limitaciones y de las dificultades que implica el compromiso por ser santos. Por ello, en esta obra no figuran aquellos actos considerados "milagrosos", ya que estos hechos pertenecen a una dimensión especial que escapa de la cotidianeidad, y que sobrepasa el marco normal de la vida cristiana.
El libro es eminentemente práctico, en el sentido de que su núcleo central es exponer actos de la vida diaria de los santos, tal y como ocurrieron, engarzándolos entre sí mediante unas breves y sencillas reflexiones que pueden ayudar a situarlos en el contexto de nuestra vida diaria. No es, por tanto, una obra teórica, que contenga una teología elaborada, ya que su pretensión última es servir como material de reflexión para impulsar nuestra vida por el camino de la santidad, y, asimismo, proporcionar hechos con "mensaje" que pueden animar nuestra vida de oración.
Este conjunto de hechos está estructurado en seis capítulos, en cada uno de los cuales se recogen aquellos que se refieren al mismo ámbito de la vida de fe, desde el punto de partida de la conversión --arranque del camino de la santidad--, hasta el punto de llegada del sacrificio --la Cruz--, meta final de la vida de muchos santos. El itinerario propuesto refleja las diversas etapas que atravesaron en su camino de santidad aquellos gigantes de la espiritualidad que la tradición y el magisterio de la iglesia consideraron santos, configurando así lo que podría ser un "retrato robot" de un santo: el primer paso es la conversión, considerada como un "flechazo" que lleva al alma a enamorarse apasionadamente de Cristo; después, la oración, que lleva al santo a amar a Dios en la intimidad de su corazón; en tercer lugar, la abnegación, la mortificación y el renunciamiento, que hace abrazar al santo una vida de pobreza y austeridad; despojado de todo apego, el santo practica la caridad con sus semejantes; durante todo este periplo vital, el santo practica las virtudes en su vida diaria, en sus tres ámbitos fundamentales: familia, trabajo, relaciones con sus semejantes; finalmente, el camino de la santidad llevará al santo al Gólgota, al monte de la Cruz, donde consumará su sacrificio por amor, su entrega radical por la salvación de sus hermanos.
Introducción
«Muchos creyentes se sienten atormentados, porque los hechos de la Salvación o nunca les han impresionado, o ya no les impresionan tanto como debieran, pues ya no conservan para sus vidas la fuerza formativa de otros tiempos. La lectura de la vida de los santos les hace volver a la realidad y ver que donde la fe es en verdad vivida, allí la doctrina de la fe y las grandes obras de Dios constituyen el núcleo de la vida. Cuando un alma santa acepta así las verdades de la fe, éstas se le convierten en la ciencia de los santos». (Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz)
«Nada hay tan útil para aleccionar al pueblo de Dios como el ejemplo de los santos, porque, si bien es cierto que la elocuencia es muy importante para exhortar y en ocasiones es eficaz para persuadir, no lo es menos que los ejemplos son más poderosos que las palabras, y que una buena obra enseña más que un discurso». (san Agustín)
La historia de la Iglesia es, en gran medida, la historia de sus santos. Incluso se podría decir que la finalidad de la Iglesia es convertir en santos a todos sus miembros, si por santos entendemos aquellos que llegan a ser verdaderos imitadores de Cristo. Así, al menos, lo entendían los primeros cristianos, hasta el punto de que San Pablo usa la palabra “santos” para referirse a todos los fieles (2 Cor. 13,12; Ef. 1,1). Este sentido se trasluce también en aquella frase que define a la Iglesia como un “Pueblo de Sacerdotes”.
Dios ha llamado a todos los hombres a ser santos: «Sean santos... porque Yo, el Señor, soy santo» (Lev. 19,2; Mt. 5, 48). Ser santo es participar de la santidad de Dios. Cristo vino al mundo para mostrarnos esa santidad divina, y el camino para alcanzarla.
Edith Stein
Para san Pablo, la santidad es la plena madurez del hombre, es el hombre plenamente realizado. Pero esta santidad es algo que tenemos que conseguir aquí, en la tierra, en la vida presente, aunque sólo adquiera su perfección en la eternidad del cielo.
«Dios tiene un final destinado para la humanidad: la santidad. Su meta exclusiva es la producción de santos». (Oswald Chambers)
Si Cristo es el único modelo de santidad, y los santos le imitaron, de aquí se deduce que ellos son también modelos, pues nos enseñan que es posible vivir el Evangelio, evitando así adaptarlo a nuestra comodidad y a las desviaciones de la cultura. Podríamos decir que, así como Jesús afirmaba que «quien me ve a Mí ve al Padre que me envió» (Jn.12, 45), quien ve a los santos ve también al Cristo que vive en ellos.
«Si Jesucristo resucitado está vivo, debe habitar en alguna parte y se debe poder encontrar su dirección, para encontrarle y tomar contacto con Él, si no afirmar la resurrección de Jesús significaría una entelequia. Ciertamente, hay lugares privilegiados donde se le puede encontrar, estoy pensando en particular en la Eucaristía y en el Evangelio: pero me pregunto si daría enseguida estas dos direcciones a uno que me preguntase y me confesarse su deseo de “ver” a Cristo.
Creo que si Jesús está vivo hoy, se le puede encontrar en ciertos hombres a los que se llama santos, que pueden decir, como San Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,2). Es a esos hombres a quienes hay que encontrar primero, verlos vivir y, después, leer el Evangelio para darse cuenta de cómo funciona un santo, es decir, un hombre que vive a Cristo resucitado». (Jean Lafrance, Mi vocación es el amor, p. 8)
El santo imita a Cristo practicando la virtud en grado heroico. Esta virtud heroica es el criterio que determina la santidad a los ojos de la Iglesia, aunque para su formalización canónica haga falta la constancia de los milagros. Sin embargo, el calificativo de heroica no quiere decir que esta virtud esté destinada a ser practicada solamente por unos pocos superdotados.
«Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión terminológica, porque el adjetivo “heroico” ha sido con frecuencia mal interpretado: virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad.
Quien tiene esta vinculación con Dios, quien mantiene un coloquio ininterrumpido con Él, puede atreverse a responder a nuevos desafíos, y no tiene miedo; porque quien está en las manos de Dios, cae siempre en las manos de Dios. Es así como desaparece el miedo y nace la valentía de responder a los retos del mundo de hoy». (Cardenal Joseph Ratzinger ¾S.S Benedicto XVI¾, L'Osservatore Romano, 6 de octubre de 2002)
Santa Teresa de Lisieux explicaba así, con su habitual sencillez, en qué consiste la virtud heroica que es la base de la santidad: la abnegación.
«La santidad no consiste en esta o aquella práctica, sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre.
Siempre he deseado ser santa, pero, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.
Pero, en vez de desanimarme, me he dicho mi misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad.
Acrecerme es imposible; he de soportarme a mi misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones».

Estas palabras dejan entrever asimismo que el camino de la santidad, aunque requiera heroísmo, está abierto para todos nosotros, no sólo como invitación, sino como exigencia, y es un error pensar que sólo incumbe a las personas consagradas, que es una “cosa de curas y monjas”. Desde el concilio Vaticano II se advierte una corriente dentro de la Iglesia que busca reconocer y alentar la santidad de los laicos. Hilarie Belloc escribió: «Los hombres y mujeres conversos son, quizás, el actor principal del creciente vigor de la Iglesia Católica en nuestro tiempo».

«Tienes obligación de santificarte. Tú también. ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”.
Todo hombre y toda mujer está llamado a amar a Dios con todo su corazón y con toda su mente y con toda su alma, y a amar a su prójimo como a sí mismo, no como una simple posibilidad teórica, sino como una realidad práctica. Dios llama a todos los bautizados a la plenitud de la santidad». (san José María Escrivá de Balaguer)
Santiago Martín, en su obra Los santos protectores, abunda en la misma idea:

«Con frecuencia, antes y ahora, hay gente que identifica la santidad con la extravagancia. Es como si el modelo de santidad para el cristiano fueran esos faquires indios que duermen sobre clavos, tragan sables y escupen fuego. Es cierto que en nuestro santoral hay hombres extraordinarios ¾como San Pedro de Alcántara, que apenas dormía y del que santa Teresa decía que parecía hecho de raíces¾, pero también es cierto que han existido otros hombres, como Juan XXIII, que han demostrado que se puede amar a Dios hasta el extremo sin ser un figurín o un modelo de ascética y penitencia.

En cualquier situación en que nos hallemos podemos ser santos. Por lo tanto, no debemos pensar que para alcanzar la santidad necesitaremos que tal o cual circunstancia de la propia vida desaparezca, que tal o cual persona modifique su carácter o su comportamiento hacia nosotros. No debemos pensar que conseguiríamos ser mejores si tuviéramos más cultura, si hubiéramos nacido en otra familia y nos hubieran dado una formación cristiana más esmerada. Más aún, no deberíamos creer que podríamos ser santos si desaparecieran ciertas tentaciones ante las que sucumbimos con frecuencia, o si la naturaleza nos hubiera dotado con un mejor carácter, o si pudiéramos encontrar el tiempo que no tenemos para rezar más.

Con lo que tienes, tienes que ser santo, tienes que luchar por ser lo mejor posible, por más que probablemente nunca logres ser perfecto. Porque, en realidad, ser santos no siempre consiste en ser perfectos o, al menos, no siempre consiste en tener la perfección del que nunca ha cometido ningún tipo de pecado».

Vivir la santidad en medio del mundo no es fácil, pero esto no debe servir de excusa para dejar de intentarlo, para rendirnos de antemano. Lo que Dios nos pide no es el éxito, sino nuestra fe sincera, nuestro esfuerzo perseverante y nuestra actitud de entrega.
«Cuando Cristo dice: “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados (Mt.. 11, 28), se lo está diciendo a los que están fatigados y no pueden seguir tratando de practicar la ley sin conseguirlo, y no a los que descansan. Pero hay que tratar de hacerlo, sin embargo, y quererlo.
»He aquí el problema práctico: “No hago el bien que debería hacer; y hago el mal que no quiero (Rm. 7, 15). Frente a esta imposibilidad práctica, se da la tentación de confesar: “No puedo”. Esta confesión muchas veces no es sino la ocultación del verdadero motivo por el que rehuimos el camino de la santidad: “No quiero”.
»Si la confesión de nuestra impotencia es sincera, demuestra falta de fe y de confianza: lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Mt.. 18,3). Cuando no conseguimos renunciarnos en un punto ¾por ejemplo, la cólera, la impureza o la intemperancia¾, hay que intentarlo, sin embargo, sabiendo que no se trata de tener éxito. La frontera está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan. Entre dos personas que obtienen los mismos resultados, puede haber un abismo: están los que quieren renunciar y no pueden, y están los que se las arreglan para quedarse tranquilos. A fuerza de enfrentarse con el espectáculo de su debilidad, se duermen en una seguridad hipnótica: “¡Dios no pide tanto!”, dicen, y con esta expresión se han cerrado el camino a su santificación». (Jean Lafrance, Mi vocación es el amor, págs. 165-166).
Acabamos esta introducción con unas palabras reveladoras del cardenal Rouco Varela, pronunciadas durante la apertura del proceso de canonización de una mujer seglar. En ellas se hace un llamamiento claro a vivir la santidad en la vida ordinaria, el cual es el objetivo de la presente obra, por lo que estas palabras pueden ser un fiel resumen de su contenido:
«Uno se pregunta por qué este interés de la Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares. En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes debates..., en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan, manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su vocación como santos o con vocación de santidad.
»Es posible que en los siglos XX y XXI sea más necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida, que parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su seguimiento, y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la historia de donde surge la oposición a Cristo.
»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también, evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos, y ha necesitado también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador».
 
Índice de página
· La vocación matrimonial
· La santificación del trabajo
· La santidad en nuestras relaciones con los demás
· La alegría: un santo triste es un triste santo
Capítulo 5

La vida oculta de Nazaret:
(la santidad en la vida diaria)
«Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo.
La vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios. El valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario». (san José María Escrivá de Balaguer)
Nuestra vida diaria es generalmente oscura, anónima, callada y oculta, pero atesora en su interior la semilla de la santidad y de la gracia, lo mismo que la tierra guarda en su oscuridad y en su aparente abandono la semilla que más tarde florecerá espléndidamente en la primavera.
La vida de cada día es el escenario donde se fragua nuestra santidad: en ella es donde nos encontramos con nuestros semejantes, donde se nos revela día a día la voluntad divina, donde podemos aprender la práctica de las virtudes, donde experimentamos los sinsabores que constituyen nuestras “cruces”. Es como un laboratorio donde toma cuerpo nuestra santidad, pues ésta, aunque se forje en el contacto íntimo con Dios que se desarrolla en nuestra vida interior, adquiere su pleno sentido cuando se expresa en obras, cuando se encarna en los mil detalles de nuestra vida cotidiana, que es la verdadera escuela de la santidad.
Los innumerables actos de nuestra vida diaria pueden santificarse a condición de que los vivamos en la presencia de Dios, ofreciéndolos a Dios por amor ¾especialmente los que suponen sacrificio a y sufrimiento¾, buscando la gloria de Dios antes que la nuestra, y, sobre todo, realizándolos con rectitud de intención, con buena voluntad y con amor desinteresado.
«El mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya. No lo dudéis: cualquier modo de evasión de las realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
Por el contrario, debéis comprender ahora ¾con una nueva claridad¾ que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver ¾a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares¾ su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.
Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios». (san Josemaría Escrivá de Balaguer)
Dado que la mayoría de nuestras acciones en la vida ordinaria van encaminadas al cumplimiento de nuestros deberes, realizarlos fielmente es un camino imprescindible para nuestra santificación. En este sentido, destacan especialmente tres ámbitos: la familia, el trabajo, y las relaciones con los demás.
«Para ir a Dios hay muchos caminos quizás más excelentes que el que nosotros seguimos; reconozcamos su excelencia, pero pongamos todo nuestro empeño en progresar en el camino en que Dios nos puso, porque allí es donde Él nos quiere.
La santidad se encuentra en el camino que nos abre cada uno de nuestros días, en que se ofrecen a nosotros, con atractivo desigual, los deberes de nuestra vida cotidiana. ¡Lo que nos hace santos y agradables a Dios es lo que nuestra vocación nos exige, y no lo que escoge nuestra propia voluntad!
Es el amor lo que da precio a todas nuestras obras; no es por la grandeza y multiplicidad de nuestras obras por lo que agradamos a Dios, sino por el amor con que las hacemos.
Debemos hacer todas nuestras acciones por la obligación que tenemos de ellas, o por una simple aceptación del beneplácito de Dios, y esto tanto en la calma como en la tempestad». (san Francisco de Sales)
* * *
La vocación matrimonial
Desde los comienzos de su labor apostólica, san José María Escrivá de Balaguer resaltó la dignidad del matrimonio y recordó con vigor que el matrimonio es una vocación divina y una llamada a la santidad.
«¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación matrimonial”? Pues la tienes: así, vocación.
»El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión».
Si el matrimonio es un sacramento, santificado y bendecido por la gracia divina, la familia, que es su fruto, también participa de ese carácter sacramental. El fin de nuestra vida ¾ ser santos¾ es amar a Dios, y este amor se aprende y se vive en primer lugar en la familia, que debe ser una escuela de amor, una comunidad de amor que exprese a escala más reducida la vivencia de la Sagrada Familia, del Cuerpo Místico de la Iglesia, y la relación de amor que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad, una verdadera familia que debe encontrar eco y reflejo en la trinidad familiar formada por las personas del padre, la madre y los hijos.
Los familiares son las personas que tenemos más cerca, aquellas con las que pasamos más tiempo, y con las que nos resulta más fácil vivir el amor desinteresado, libre de egoísmo, basado en la entrega y el servicio gratuito que luego debemos ampliar hacia nuestro prójimo, pues toda la humanidad es nuestra gran familia, ya que todos somos hermanos. Este amor familiar es el más parecido al amor de Padre que Dios tiene hacia nosotros, y es el mismo amor que tenemos que devolverle.
De Madrid al cielo
En la existencia de San Isidro hay todo un programa de vida humilde, de trabajo honrado, de piedad sencilla como medio para llegar a la santidad. Hijo de humildes labriegos, ayudaba a su padre en el cultivo de las tierras, cavando, arando, o conduciendo la carreta.
Cuando mueren sus progenitores, siendo él muy joven, entra al servicio del caballero D. Juan de Vargas, dedicándose al cultivo de sus campos.
Isidro es un hombre de vida sencilla, dividida pacíficamente en sus tres grandes horizontes: el hogar, el trabajo y la oración. Isidro se levantaba muy de madrugada y nunca empezaba su día de trabajo sin haber asistido antes a Misa.
Cuando Isidro siembra el trigo, nunca se olvida de lanzar algunos puñados de simiente fuera del surco para que sirvan de alimento a los pájaros y a las hormigas, que también son de Dios, como él decía: «Para todos da su Divina Majestad».
Otro rasgo de su generosidad: cuando va al molino da a los pobres que se cruzan por el camino casi todo el trigo que lleva en el costal, pero la tierra, siempre generosa por bendición del Señor, le devuelve con creces lo repartido.
En este tiempo elige como compañera de su vida a una esposa digna de él. Contrae matrimonio en Torrelaguna con una joven de Uceda llamada María de la Piedad, la cual también más tarde ha de ser venerada en los altares con el nombre de Santa María de la Cabeza.
Lo que ganaba como jornalero, Isidro lo distribuía en tres partes: una para el templo, otra para los pobres y otra para su familia (él, su esposa y su hijo Illán, que también acabará en los altares).
Un día lo invitaron a un gran almuerzo. Él se llevó a varios mendigos a que almorzaran también. El anfitrión le dijo disgustado que solamente le podía dar almuerzo a él y no a los otros. Isidro repartió su almuerzo entre los mendigos y alcanzó para todos, incluso sobró.
Los domingos los distribuía así: un buen rato en el templo rezando, asistiendo a misa y escuchando la Palabra de Dios; otro buen rato visitando pobres y enfermos; y, por la tarde, saliendo a pasear por los campos con su esposa y su hijo.
Durante sus servicios al caballero D. Juan de Vargas, sus heredades se convierten en las más labradas, sus yuntas en las más robustas y lucidas, y sus sementeras en las más abundantes y regadas por la lluvia.

Una reina muy enamorada
Santa Isabel de Hungría era hija del rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania.
En 1221, a la edad de 14 años, contrajo matrimonio con el joven landgrave Luis VI de Turingia, a quien profesaba un amor correspondido. Cuando le aconsejaron a Luis que la unión con Isabel no le convenía, declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel.
La vida de matrimonio de la santa ¾ durante la cual tuvieron tres hijos¾ sólo duró seis años, que fueron de una felicidad completa. La joven reina descubrió profundamente el sentido del sacramento del matrimonio, que está en poner a Dios a primero, de manera que el amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo. «Si yo amo tanto a una criatura mortal ¾le confiaba la joven reina a su amiga Isentrude¾, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?»
Cuando tenía apenas veinte años y con su hijo menor recién nacido, su esposo, un cruzado, murió defendiendo Tierra Santa. Al enterarse de la noticia, Isabel exclamó: «El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí». Luego se resignó y aceptó la voluntad de Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y decidió dedicarse al servicio de los más pobres y desamparados.
Lo primero es lo primero
Santa Francisca de Roma (1384-1440) nació en 1384 el seno de una familia rica y muy creyente. Sus padres decidieron casarla a los 12 años con Lorenzo Ponziani, perteneciente a una familia aristocrática.
Junto a su cuñada, emprendió la tarea de ayudar a los pobres y enfermos. La suegra quería oponerse a todo esto, pero los dos maridos, al ver que ellas en el hogar eran tan cuidadosas y tan cariñosas, les permitieron seguir en esta caritativa acción. Pronto Francisca empezó a ganarse la simpatía de las gentes de Roma por su gran caridad para con los enfermos y los pobres ¾que la llevó a ser nombrada posteriormente patrona de Roma¾. Cuando llegaban las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital, los atendía, les lavaba la ropa y la remendaba. Cuando Roma fue ocupada y saqueada por las tropas del rey de Nápoles, ella se puso manos a la obra, abrió sus graneros y sus despensas y organizó la ayuda a los necesitados.
En más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta verdaderamente edificante. Dedicó mucha de su vida a la oración, la penitencia, y las buenas obras, pero, sobre todo, fue una esposa y madre ejemplar. Parte de los motivos para que fuera tan querida por su familia fue que mantuvo claras sus prioridades. «Una mujer casada debe, cuando se la requiere, abandonar sus devociones a Dios en el altar, para encontrarlo en sus asuntos caseros», solía decir.
Si su marido la requería para que la ayudara en algún oficio, ella suspendía inmediatamente su oración y se iba a colaborar en lo que era necesario. Solía decir: «Muy buena es la oración, pero la mujer casada tiene que concederle una enorme importancia a sus deberes caseros».
Un regalo de bodas muy especial (Madre Teresa de Calcuta)
«Hace unas semanas, dos jóvenes vinieron a nuestra casa para ofrecerme mucho dinero para dar de comer a la gente. En Calcuta damos de comer a nueve mil personas al día. Querían que el dinero se destinara para alimentar a esta gente. Les pregunté: “¿De dónde han sacado tanto dinero?”. Ellos me respondieron: “Nos acabamos de casar hace dos días. Antes de la boda, decidimos que no compraríamos trajes para la ceremonia ni para la fiesta. Queremos darles a ustedes el dinero”. Para un hindú de clase alta esto es un escándalo.
»Muchos se quedaron totalmente sorprendidos al ver cómo una familia de ese nivel no había comprado trajes ni había organizado fiestas con motivo de la boda. Después les pregunté: “¿Por qué lo han hecho?”.
»Ésta fue la extraña respuesta que me dieron: “Nos amamos tanto que queríamos dar algo a otros para comenzar nuestra vida en común con un sacrificio”. Me impresionó mucho el constatar cómo estas personas estaban hambrientas de Dios. Una manera de manifestarse el amor mutuo era hacer ese sacrificio enorme. Estoy segura de que los occidentales no pueden entender lo que significa esto. En nuestro país, en la India, sabemos lo que significa no tener vestidos y fiestas para la boda. Sin embargo, estos dos jóvenes tuvieron el valor de comportarse así. Esto es verdaderamente un amor en acción. Y, ¿donde comienza este amor? En la propia casa. ¿Cómo comienza? Rezando juntos. Una familia que reza unida permanece unida. Y, si permanece unida, entonces se amarán unos a otros como Dios nos ama».
Esposa, madre y santa
La beata Ana María Taigi fue honrada con la particular estimación de tres sucesivos Pontífices, y su pobre casa fue el centro de reunión para muchos altos personajes de la Iglesia y del Estado que buscaban su intercesión, su consejo, y su opinión en las cosas de Dios. Su marido, Domingo Taigi, era un buen hombre, pero de escasas luces y muy quisquilloso: si bien apreciaba las evidentes cualidades de su esposa, nunca pudo comprender los heroicos esfuerzos de Ana por adquirir la santidad, ni sus dones especiales. Ella siempre cumplía sus deberes cotidianos del hogar con extraordinaria entrega.
Domingo dejó escrito lo siguiente:
«Cuando llegaba a mi casa la encontraba llena de gente desconocida que venía a consultar a mi mujer. Pero ella, tan pronto me veía, dejaba a cualquiera, aunque fuera un monseñor o una gran señora, y se iba a atenderme, a servirme la comida, y a ayudarme con ese inmenso cariño de esposa que siempre tuvo para conmigo, para mí y para mis hijos. Se podía ver que lo hacía con todo el corazón; se habría arrodillado en el suelo a quitarme los zapatos, si yo se lo hubiese permitido.
»Ana María era la felicidad de la familia. Ella mantenía la paz en el hogar, a pesar de que éramos bastantes y de muy diversos temperamentos. Con su maravilloso tacto, era capaz de mantener una paz celestial en el hogar, a pesar de que éramos muchos, de muy distinto temperamento y había toda clase de problemas, sobre todo cuando Camilo, mi hijo mayor, se quedó a vivir con nosotros durante los primeros tiempos de su matrimonio. Mi nuera era una mujer que se complacía en crear la discordia y se empeñaba en desempeñar el papel de ama de casa para molestar a Ana; pero aquella alma de Dios sabía cómo mantener a cada cual en el puesto que le correspondía: hacía las observaciones y correcciones que tenía que hacer, pero con la más exquisita amabilidad, de una manera tan sutil, tan suave, que no la puedo describir. A veces llegaba yo a casa cansado, de mal humor y hasta enojado, pero ella siempre se las arreglaba para aplacarme y hacerme alegre la existencia.
»Cada mañana nos reunía a todos en casa para una pequeña oración, y cada noche nos volvía a reunir para la lectura de un libro espiritual. A los niños los llevaba siempre a la Misa los domingos y se esmeraba mucho en que recibieran la mejor educación posible».
La familia que Ana debía cuidar estaba formada por sus siete hijos, dos de los cuales murieron cuando eran pequeños, su marido y sus padres, que vivían con ella.
También tenía tiempo para trabajar en sus costuras con las que, muchas veces, complementó el escaso salario de su marido, y, otras, pudo socorrer a los más pobres que ella, porque siempre fue extraordinariamente generosa y enseñó a sus hijos a serlo.
En medio de sus obligaciones familiares tuvo experiencias místicas de gran altura, llegando a hacerse famosas sus visiones y sus profecías.
Una santa normal
Gianna Beretta (1922-1962) nació en Magenta (provincia de Milán) el día 4 de octubre de 1922. Era la séptima de 13 hijos de una familia de clase media. Sus padres, Alberto y María, dieron a sus hijos una esmerada educación cristiana, hasta el punto de que solían oír misa todos juntos a las ocho de la mañana, antes de irse a sus quehaceres. A pesar de su posición económica desahogada, los hijos fueron educados en un clima de sobriedad y desprendimiento. Alberto y Maria habían enseñado a sus hijos a preocuparse por los más necesitados.
Estudió medicina y se especializó en pediatría. Aunque corrían los años 50, Gianna era una mujer que hoy no dudaríamos en llamar “moderna”: quienes la conocieron dicen que fue una mujer activa y llena de energía, que conducía su propio vehículo ¾algo poco común en esos días¾, esquiaba, le gustaba el alpinismo, tocaba el piano y disfrutaba yendo a los conciertos en el conservatorio de Milán.
Junto estas actividades, participaba activamente en las labores apostólicas de la Acción Católica y de la sociedad de san Vicente de Paúl, dedicándose a los jóvenes y al servicio caritativo con los ancianos y necesitados.
Organizó varias tandas de Ejercicios Espirituales para sus amigas. Les insistía en la necesidad de fomentar las virtudes humanas, para ser “personas de una pieza”, y las virtudes espirituales: las animaba a la práctica de la oración diaria; las alentaba a acudir a Misa y comulgar, a ser posible todos los días, y si no, al menos, cada semana; recomendaba también la visita al Santísimo, el resto del Rosario y la devoción a la Virgen. Decía: «Sólo si poseemos la riqueza de la gracia podremos darla a nuestro alrededor; porque el que no tiene, no puede dar nada».
Como tantos otros santos hicieron antes que ella, Gianna pasó una crisis durante la cual se interroga sobre su porvenir, por lo cual reza, para conocer la voluntad de Dios sobre ella. Después de un viaje a Lourdes que emprendió para clarificar su verdadera vocación en la vida conoce al que sería su marido, un ingeniero llamado Pietro Molla. Llega a la conclusión de que Dios la llama al matrimonio. Llena de entusiasmo, se entrega a esta vocación, con voluntad firme y decidida de formar una familia verdaderamente cristiana.
Contraen matrimonio en 1955. Tienen tres hijos, pero en septiembre de 1961, durante el segundo mes de su cuarto embarazo, se le detecta un cáncer de útero que hace necesaria una intervención quirúrgica. Aquello le preocupaba, más que por su vida, por la de su futuro hijo. Sin dudarlo, Gianna pide que se salve la vida de su hijo, aunque era plenamente consciente del riesgo que corría su vida al tomar esta decisión.
Falleció el 28 de abril de 1962, con 39 años de edad, una semana después de haber dado a luz. El anciano viudo de la beata, el ingeniero Pietro Molla, recordaba, muchos años después, cuando Gianna fue beatificada, que su esposa era una persona completamente normal:
«Al buscar entre los recuerdos de Gianna algo para ofrecerle a la priora de las Carmelitas descalzas de Milán, encontré en un libro de oraciones una pequeña imagen en la que, al dorso, Gianna había escrito de su puño y letra estas pocas palabras: “Señor, haz que la luz que se ha encendido en mi alma no se apague jamás”.
»Mi esposa era una santa normal. Jamás creí estar viviendo con una santa. Era una mujer llena de alegría de vivir. Era feliz, amaba a su familia, amaba su profesión de médico, también amaba su casa, la música, las montañas, las flores y todas las cosas bellas que Dios nos ha dado. Gianna no era uno de esos tipos místicos que piensan sólo en el Cielo y que viven en esta tierra creyendo que es sobre todo un valle de lágrimas. Mi esposa era una mujer que sabía disfrutar, en el buen sentido de la palabra, de las pequeñas y grandes cosas que Dios nos concede también en este mundo. Siempre me pareció una mujer completamente normal, una mujer como tantas otras. Pero, como me dijo Monseñor Carlo Colombo, “la santidad no está solo hecha de signos extraordinarios. Está hecha, sobre todo, de la adhesión cotidiana a los designios inescrutables de Dios”. Sin embargo, Gianna tenía algo singular, quizá: una gran religiosidad, una confianza absoluta en la Providencia divina. Y no dejó de confiar nunca en ella, ni siquiera en los últimos meses de vida...»
* * *
La santificación del trabajo
Junto con la vida familiar, el trabajo es el otro ámbito donde se desarrolla gran parte de nuestra vida diaria. Si podemos decir que existe una “vocación familiar”, también se puede afirmar que cada uno de nosotros tiene una “vocación laboral”, a través de la cual podemos acceder a la plena realización como cristianos que nos lleve a la santidad.
Nuestro trabajo está estrechamente relacionado con nuestros carismas, en el sentido de que expresa una voluntad concreta de Dios para nosotros, que nos ha colocado en aquella actividad humana donde podemos servir mejor al progreso de la sociedad en la que vivimos. Esa dimensión de servicio a los demás es inherente a cualquier trabajo, sea cual sea su naturaleza, sea cual sea su importancia a los ojos del mundo. Desarrollar esos talentos que Dios nos ha dado para realizar fielmente nuestro deber es un camino esencial que debemos seguir para santificarnos.
Por otra parte, todo trabajo implica participar en la obra creadora de Dios, que renueva continuamente su creación a través del esfuerzo humano. Este esfuerzo supone con frecuencia sufrimiento y sacrificio, los cuales, cuando son vividos y aceptados en la fe, se convierte en mortificaciones y en cruces con las que podemos contribuir a nuestra redención y a la redención del mundo.
La “ilustre fregona”
Santa Zita de Lucca estuvo 48 años de sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de Dios, aunque sea el más humilde, se puede llegar a una gran santidad.
El jefe de la familia donde Zita fue a trabajar era de temperamento violento y mandaba con gritos y palabras muy humillantes. Todos los empleados protestaban por este trato tan áspero, menos Zita, que lo aceptaba de buena gana para asemejarse a Cristo Jesús, que fue humillado y ultrajado.
Las demás empleadas le tenían envidia y la humillaban continuamente con palabras hirientes. Pero Zita nunca respondía a sus ofensas ni guardaba rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque ella demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales. La tildaban de “besaladrillos” y de “beata”. Pero, con el correr de los años, todos se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una gran amiga de Dios.
Era la más consagrada a sus quehaceres, y repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que tiene que cumplir, no es verdadera piedad. La bondad de sus hábitos y el celoso quehacer llevado con alegría y mucho empeño la indispusieron en su trabajo con los otros criados, que se ganaban el pan cumpliendo sin mucho esfuerzo. Ella trabajaba bien y terminaba la tarea con primor, pero los otros pensaron que se esforzaba en demasía y los dejaba mal a ellos. ¿Por qué no se contentaba con hacer lo suficiente para salir del paso? (La envidia siempre es molesta compañera de camino, y lo malo es que se encuentra por todas partes y en todo tiempo). Los colegas mediocres, en su ineptitud, interpretaron mal sus gestos: a la virtud le llamaron soberbia; a la puntualidad, engreimiento; a la presteza, adulación, y al sacrificio, remedo; sí, hasta en la piedad juzgaron mal a Zita como hipócrita aspirante al beaterio. Pero Zita supo ser fuerte, se conservó serena, y mantuvo el tipo con espíritu alegre y sin quejas.
Zita de Lucca nos enseña que el trabajo que se hace amando a Dios y al prójimo debe hacerse bien, aunque esta actitud provoque molestias o conflictos con aquellos que acusan al buen trabajador de “perfeccionismo indebido” o “excesivo rendimiento”.
La mejor limosna
«Antonio, escribe», ¾sintió que le decían Cristo y la Virgen¾. Como una enorme y sensible pantalla de radar, Antonio María Claret escrutaba continuamente los signos de los tiempos: «Uno de los medios que la experiencia me ha enseñado ser más poderosos para el bien es la imprenta, ¾decía¾, así como es el arma más poderosa para el mal cuando se abusa de ella». Escribió unas 96 obras propias (15 libros y 81 opúsculos). y otras 27 editadas, anotadas y a veces traducidas por él.
Sólo si se tiene en cuenta su extrema laboriosidad y las fuerzas que Dios le daba, se puede comprender el hecho de que escribiera tanto llevando una dedicación tan intensa al ministerio apostólico. Claret no era solamente escritor, sino también propagandista. Divulgó con profusión los libros y hojas sueltas. En cuanto a su difusión, alcanzó cifras verdaderamente importantes. Jamás cobraba nada de la edición y venta de sus libros; al contrario, invertía en ello grandes sumas de dinero. ¿De dónde lo sacaba? De lo que obtenía por sus cargos y de los donativos. «Los libros ¾decía¾ son la mejor limosna».
El verdadero milagro
Después de la Misa, el Padre Pío se sentaba en el confesionario para administrar la misericordia de Dios a los arrepentidos. Desde enero de 1950, todas las penitentes debían conseguir un número de orden para evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar el mismo sistema también para los hombres.
Confesar era su principal vocación, la que le permitía apaciguar su insaciable sed de almas. El confesionario será el lugar donde desarrollará su verdadero carisma: salvar almas. Sus innumerables conversiones constituyeron sin duda el más grande de sus milagros, pues puso todos sus dones místicos al servicio de su vocación de convertir almas.
Deseaba ser considerado exclusivamente como confesor. Como San Juan Bautista Vianney, cura De Ars, pasaba sus días en el confesionario, lo que constituía en sí un verdadero milagro, porque esto era como para alterar el sistema nervioso más sólido. Sin embargo, el Padre Pío no tenía en cuenta los limites de la resistencia física.
En 1967, un año antes de su muerte, cuando contaba ya ochenta años de edad, confesó a unas 15.000 mujeres y 10.000 hombres (unas 70 personas diarias). Durante toda su vida, confesó a más de un millón y medio de personas.
«Me siento perfectamente bien, pero estoy ocupadísimo día y noche por los cientos de confesiones que tengo que escuchar. No me queda un instante libre, pero tengo que agradecer a Dios, pues me ayuda intensamente en mi ministerio».

Lo que importa es el amor
El 4 de febrero de 1975 José María Escrivá de Balaguer hizo un nuevo viaje a América. Estuvo en Guatemala y en Venezuela. Acudieron numerosas personas a Ciudad de Guatemala para escucharle, entre ellas muchos indígenas. Hablándoles de san José, decía: «Él nos ha enseñado el valor del trabajo ordinario, que es el medio humano de santificación que tenemos al alcance de la mano: hacer lo de todos los días, lo de cada hora, lo de cada minuto, con cariño (...). de manera que lo podamos ofrecer al Señor... Lo mismo si es un rascacielos (...). como si es un cestillo de mimbre que teje una hijita mía, una indita». Y concluyó con mucha fuerza: «¡Tanto me da el rascacielos como el cesto, si están hechos con amor!»

La obra de Dios (José María Escrivá de Balaguer)

«Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible —competencia profesional— y con perfección cristiana —por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres—. Porque, hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales, a manifestar su dimensión divina, y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei.
El trabajo —participación en la obra creadora de Dios—, la actividad profesional que cada uno desempeña en el mundo, puede ser santificada y convertirse en camino de santificación. Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora. Cualquier trabajo honrado realizado con perfección humana y rectitud, ya sea importante o humilde a los ojos de los hombres, es ocasión de dar gloria a Dios y de servir a los demás.
Y al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo. Primero, con el ejemplo personal, y después con la palabra y con el deseo eficaz de contribuir a resolver las necesidades materiales y los problemas sociales del entorno».
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La santidad en nuestras relaciones con los demás
El cristiano corriente puede buscar la santidad a través de las circunstancias ordinarias de su vida y de las actividades que desarrolla. La santidad no se define por la capacidad para hacer cosas grandes, sino por la habilidad para hacer cosas pequeñas de una manera grande. Los santos son santos porque en su vida diaria mostraron un amplio catálogo de virtudes, las cuales Dios quiso poner de manifiesto a los ojos de los hombres concediéndoles con frecuencia el poder de hacer acciones milagrosas. Pero el verdadero milagro de los santos radica en el ejemplo de sus virtudes heroicas.
Para imitar a los santos y a Jesucristo, que es el modelo último al que debemos referir nuestras conductas, nosotros podemos y debemos intentar ejercitar en nuestra vida de cada día, en nuestro trabajo, en nuestra familia, en nuestras relaciones sociales, esas virtudes cuya práctica lleva a la santidad: la fe, la esperanza y la caridad; y las virtudes humanas, como la generosidad, la laboriosidad, la justicia, la lealtad, la alegría, la sinceridad, el perdón, la paciencia, la amabilidad, la dulzura, etc.
«Una buena forma de ejercitarnos en el amor a Cristo es manteniéndolo presente en nuestras mentes siempre que sea posible.
Esforcémonos en juzgar las cosas como las juzgó Jesús. Así, llegada la ocasión, nos hemos de preguntar: ¿Cómo juzgó Jesús tal y tal cosa? ¿Cómo se comportó en tal y tal circunstancia?
Cuando se trate de hacer alguna obra buena, decid al hijo de Dios: “Señor, si estuvieras en mi lugar, ¿cómo te portarías en esta ocasión?”» (san Vicente de Paúl)
La cesta rota
En tiempos de los Padres del Desierto, sucedió que un hermano de Escite cometió una falta. Los ancianos pidieron al abba Moisés que se reuniera con ellos para juzgarlo. Sin embargo, éste se negó a acudir. Un sacerdote le envió entonces un mensaje en estos términos: «Ven, la comunidad de hermanos te espera». Al recibirlo, el abba se levantó y se puso en camino, llevando una vieja cesta rota que llenó de arena y arrastró tras de sí. Los Ancianos acudieron a su encuentro, y le preguntaron: «¿Qué es eso, padre?» El anciano respondió: «Mis pecados se derraman tras de mí y no lo veo, ¿cómo voy entonces a juzgar los pecados de otros?» Oyendo esto, no dijeron nada al hermano que había cometido la falta, y le perdonaron.
Viviendo el padrenuestro
Juan el Limosnero se enteró de que había en Alejandría un rico mercader que profesaba un odio implacable hacia uno que le había engañado en un contrato, siendo incapaz de perdonarle, a pesar de que cumplía fielmente con sus deberes de cristiano. A pesar de hablar con él, el mercader se mantenía firme en su negativa a perdonarle.
A la mañana siguiente, el mercader asistió a misa, como era su costumbre. Llegados al Padrenuestro, después de haber dicho «perdona nuestras ofensas», los asistentes, previamente advertidos por el obispo, se callaron de golpe, así que el mercader se vio solo diciendo: «... como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Juan se dio entonces la vuelta y dijo alto y claro: «¡Estás arreglado... si Dios te perdona como lo haces tú!» El mercader entendió, y decidió perdonar para estar seguro de que obtendría, a su vez, el perdón divino.
Lo que cuesta la miel
A pesar de que suele considerársele como el “santo de la dulzura”, san Francisco de Sales tuvo que luchar toda su vida contra su temperamento, propenso a la ira. Después de una ocasión en la que tuvo que reprender a un joven que maltrataba a su madre, dijo: «He temido perder en un cuarto de hora la poca dulzura que he trabajado en conseguir desde hace 22 años. Sentía hervir la cólera en mi cerebro como hierve el agua en un vaso que está sobre el fuego».
San Francisco de Sales falleció el 28 de diciembre de 1622, a los 56 años de edad. Toda la ciudad de Lyon desfiló por la humilde casa donde había expirado su querido santo, cuyas ropas fueron partidas en miles de pedazos con el fin de proporcionar reliquias a todo el que lo deseara.
Cuando se le hizo la autopsia se comprobó que tenía la hiel convertida en 33 piedrecitas, señal de los heroicos esfuerzos que había hecho durante toda su vida para dominar su temperamento inclinado a la cólera, y llegar a ser el santo de la dulzura.
La gallina desplumada
Una mujer a la que le gustaba chismorrear acudió a san Felipe Neri arrepentida de haber hecho circular noticias poco edificantes sobre una persona. Cuando le preguntó cómo podía remediar su falta, el santo le dio este consejo: «Toma una gallina, desplúmala y esparce las plumas por las calles de Roma; después ven a verme y te diré cómo podrás reparar el daño».
La mujer hizo lo que le había dicho, y después volvió a ver al Padre, el cual le dijo: «Ahora, ve y recoge las plumas».
¡Era imposible...! Así que la mujer aprendió la lección: desde entonces, se lo pensaba dos veces antes de abrir la boca para cotillear.
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La alegría: «Un santo triste es un triste santo»

Un estereotipo frecuente con que solemos ver a los santos es la creencia de que fueron personas serias y taciturnas, de carácter solitario e introvertido, siempre con un pie fuera de este mundo, frecuentemente perdidos en su misticismo, generalmente avinagrados debido a su ascetismo y al pecado que veían por doquier, incapaces de disfrutar de los pequeños placeres de la existencia.
Nada más lejos de la realidad: la mayoría de los santos cultivaron la virtud de la alegría, pues vivían en contacto directo con Dios, la suprema fuente de la felicidad humana. Esa alegría se expresaba a través de un sentido del humor en el que se traslucía el amor que sentían por sus semejantes, la humildad que les llevaba a reírse de sí mismos para disimular sus virtudes, y el deseo imperioso de hacer felices a los que les rodeaban.
Además, con mucha frecuencia, el humor era en ellos una poderosa herramienta para “enganchar” a la gente y así ganárselos para la causa de Dios, pues la risa es, sin duda, un instrumento de evangelización.
Un padrenuestro muy divertido
Además de por su profunda piedad y honestidad, santo Tomás Moro llamaba poderosamente la atención por su vigoroso sentido del humor, ya que se le veía constantemente alegre, aun en medio de circunstancias adversas.
Un contemporáneo suyo nos ha dejado el siguiente retrato del santo:
«Se dice que nadie está tan libre de los vicios como él. Su semblante está en armonía con su carácter, siempre expresa una amable alegría, e incluso una risa incipiente y, para hablar con franqueza, está mejor condicionado para la alegría que para la gravedad o dignidad, aunque sin caer en la tontería o en bufonadas. Su persona no tiene nada que ofenda… Parece haber nacido para la amistad, y es un amigo muy fiel y paciente… Cuando encuentra alguien sincero y según su corazón, se complace tanto en su compañía y conversación que pone en él todo el encanto de la vida… En una palabra, si quieres un perfecto modelo de amistad, no lo encontrarás en nadie mejor que en Moro… En asuntos humanos no hay nada de lo que él no saque algo divertido, incluso de cosas que son serias. Si conversa con los sabios y juiciosos, se deleita en su talento; si con el ignorante y tonto, se deleita de su estupidez. Ni siquiera se ofende con los bromistas profesionales. Con una destreza maravillosa se acomoda a cada situación. Incluso con su propia esposa habla con muchos chistes y bromas».
Moro se casó nuevamente poco después la muerte de su primera esposa, optando esta vez por Alicia Middleton, una viuda. Ella era mayor que él por siete años, un alma buena, algo simple, sin belleza y educación; pero una buena ama de casa, que se consagró al cuidado de los niños. En general, este matrimonio parece haber sido bastante satisfactorio, aunque la señora Moro normalmente no entendía los chistes de su marido.
Tomás Moro fue Gran Canciller de Inglaterra, pero por su firme rectitud y por su fuerte carácter fue una de las víctimas de Enrique VIII.
Habiendo experimentado muchos obstáculos en la vida, fue capaz de escribir el “Padrenuestro del humorismo”, que dice así:
«Señor, dame una buena digestión, y, naturalmente, algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los lamentos, los suspiros y haz que no me irrite con esa cosa tan molesta que es mi “yo”. Concédeme el sentido del ridículo y haz que entienda las bromas para que mi vida tenga un poco de alegría, y así la pueda compartir con los demás. Amén».
El santo de la alegría
Donde quiera que Felipe Neri llegaba se formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Las gentes se reían de buena gana, y aunque a algunos muy seriotes les parecía que él debería ser un poco más serio, el santo lograba así que no lo tuvieran en fama de ser gran santo. Por eso a veces se le llama “el bufón de Dios”. Tuvo siempre el don de la alegría. A él se le atribuye la frase: «Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía».
Es célebre aquella anécdota en la que cierta persona, después de haber recibido un consejo espiritual de Felipe, recibió de éste una sonora bofetada, para que recordando ésta se acordara de aquél.

Un día, una señora rica se presentó delante de Felipe Neri calzada con un par de zapatos bastante elevados (¡la moda es recurrente!). Cuando le preguntó a Felipe tímidamente, temiendo una condena o una crítica, si podía andar así de engalanada, Neri se limitó a decir: «Cuide de no caerse». Y en aquel “caerse” la interlocutora entendió todo un discurso.
San Felipe Neri, viendo en cierta ocasión que varios fieles salían de la iglesia después de recibir la comunión sin dedicar un momento a la acción de gracias al Señor, mandó dos monaguillos con dos cirios encendidos a que siguieran a esos apresurados. Cuando uno de ellos preguntó a qué venía aquello, el santo contestó: «Simplemente, para que acompañen al Santísimo que tú has recibido hace un momento y lo alaben de tu parte».
Ventajas del celibato
Una vieja dama que presumía de cultivada porque había leído muchos libros cogió la costumbre de presentarse ante San Francisco de Sales cada día, para repetirle las mismas cosas y lanzar improperios contra la Iglesia y contra el Papa.
Sin embargo, viendo que el obispo de Ginebra siempre le rebatía sus argumentos, un día lo intentó exponiendo lo que para ella era una verdad evidente: tenía que admitir que el celibato era una ley tiránica de la Iglesia católica.
¾Señora ¾respondió con una sonrisa¾, si los sacerdotes católicos tuvieran familia, no podrían atender su ministerio. Yo mismo, si estuviera casado y con hijos, ¿de dónde sacaría el tiempo para escuchar durante tantos días sus objeciones?
El santo que valía dos céntimos
A pesar de las molestias que le ocasionaban los reconocimientos médicos frecuentes que se le hacían para estudiar sus estigmas, el Padre Pío se lo tomaba con humor. A una de sus hijas espirituales que le preguntó cuántas eran sus llagas y dónde las tenía, le respondió: «¿Quién las cuenta? Debemos parecernos a Jesús».
Ante el estupor que mostraba alguien al contemplar sus llagas, comentó: «Estáte tranquilo, que esto no es cosa del diablo».
Un día un doctor le hizo esta pregunta:
—Padre, dígame ¿Por qué tiene lesiones exactamente allí y no en otra parte?
—Más bien debería ser usted el que me conteste, doctor: ¿por qué he de tenerlas en otras partes y no allí?
Un día estaba rezando en el coro, mientras un gentío se agolpaba a la entrada del convento. Una voz machacona se dejaba oír sobre las demás, repitiendo continuamente: «¡Padre Pío por dos céntimos! ¡Padre Pío por dos céntimos!»
Aquel grito distraía al Padre Pío y le hacía reír. Cuando se asomó a la ventana, vio a un pobre hombre que vendía postales con su foto. Entonces comentó:
—El padre guardián se cree que tiene aquí a un gran personaje, pero… míralo: el Padre Pío vale solamente dos céntimos.
Un peregrino, que padecía un tumor, iba llegando a Foggia cuando se dio cuenta de que estaba curado. Fuera de sí del agradecimiento, fue directamente a San Giovanni.
¾¡Con que esas tenemos! —le dijo el Padre Pío—: ya habías sanado y has hecho cuarenta kilómetros de más. Vete de una vez y da gracias al Señor.
Un caso de sugestión
El padre Pío estaba acostumbrado a que algunos visitantes ¾especialmente los “intelectuales” y los científicos¾ intentaran explicar el milagroso fenómeno de sus estigmas con explicaciones naturales: sugestión, histeria, fijaciones, obsesiones... y toda suerte de fenómenos patológicos anormales.
Una vez, un joven médico, creyendo que realizaba quién sabe qué gran descubrimiento, se presentó ante el capuchino diciendo con toda seguridad: «Yo no creo en los estigmas; le han salido porque usted pensaba con demasiada fijación en las llagas de Cristo».
Al oír una vez más aquella teoría, el capuchino sacó a relucir esa punta de malicia que a veces tenía su sentido del humor, y respondió sonriendo: «¡Claro, hijo mío!: piensa fijamente en un buey y verás que te saldrán los cuernos».
Un Papa gordo y feo
Muchas son las anécdotas en la vida del Beato Juan XXIII que demuestran su sencillo y sincero sentido del humor. Entre otras, están las siguientes:
Al principio de su pontificado, Juan XXIII tuvo que posar para los fotógrafos, para que éstos hicieran las fotografías oficiales del nuevo Papa. En una ocasión, inmediatamente después de posar ante las cámaras, recibió en audiencia a monseñor Fulton Sheen, que era un obispo muy conocido en Estados Unidos porque predicaba en televisión. Al saludarle, Juan XXIII le manifestó con toda sencillez: «Mire, Dios nuestro Señor supo ya muy bien desde hace setenta y siete años que yo había de ser Papa. ¿No pudo haberme hecho más fotogénico?»
Siguiendo sus costumbres de Venecia, Juan XXIII, desde el comienzo de su pontificado, solía pasear un buen rato todas las tardes. Lo hacía por los jardines vaticanos. Ante la propuesta de los funcionarios del Vaticano de que “había que hacer algo…, tal vez cerrar la cúpula a los turistas para que no vean el paseo del Papa…”, respondió con mucha tranquilidad, preguntando a su vez: «¿Y por qué hay que hacer algo? ¿Por qué hay que cerrar la cúpula?» Aquellos hombres le contestaron: «Santidad, es que todos os verán…» Ante esta respuesta, Juan XXIII pensó un poco y les dijo: «No se preocupen: les prometo a ustedes que no haré nada que pueda escandalizarlos».
A lo largo de sus múltiples misiones como enviado apostólico supo siempre granjearse la simpatía y el afecto de las personalidades más dispares. Fue incluso amigo del anticlerical Herriot, y una vez, como coincidiese en cierta recepción diplomática con Thorez, jefe por entonces del partido comunista francés, le dijo jocosamente:
¾Aunque a usted no le agrade, pertenecemos al mismo partido.
Enseguida, ante la perplejidad del voluminoso Thorez, aclaró con idéntico donaire:
¾Al partido de los gordos, se entiende.
No salen las cuentas
Otro Papa con gran sentido del humor fue Juan Pablo II. La siguiente anécdota trasluce una de las características más importantes del humor que fue típico en los hombres de Dios: la humildad.
Durante el Sínodo de obispos de Roma, el cardenal de Cracovia, después Juan Pablo II, propuso a varios cardenales ir a esquiar al Terminillo.
—¿A esquiar?
—Sí, claro. En Italia, ¿no esquían los cardenales?
—Pues... francamente, no.
—En Polonia, en cambio, el 40% de los cardenales esquían.
—¿40%? Si en Polonia sólo hay dos cardenales.
—Claro, pero no me negarán que Wyszynski vale por lo menos el 60%.