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Orar con la vida de los santos
Laureano J. Benítez Grande-Caballero
EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, 2006
2ª edición
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(Otras obras del autor en http://www.grandecaballero.com)
ÍNDICE DE LA PÁGINA
Índice
Introducción
1.- El camino de Damasco (la
conversión)
2.- Llama de amor viva ( la
oración)
3.- Las dos coronas (la
abnegación del yo)
4.- El reino de la caridad
fraterna
5.- La vida oculta de Nazaret
(la santidad en la vida diaria)
6.- El monte de los santos (la
Cruz)
Epílogo
Bibliografía
Resumen de la obra
"Orar con la vida de
los santos" es una antología de hechos protagonizados por los santos, en los
cuales se ponen de manifiesto los valores, principios y actitudes que tuvieron
en su vida aquellos personajes que la tradición cristiana ha considerado santos.
El objetivo de esta antología es demostrar que es posible vivir la santidad en
la vida diaria, en medio de nuestras ocupaciones, a pesar de nuestras
limitaciones y de las dificultades que implica el compromiso por ser santos. Por
ello, en esta obra no figuran aquellos actos considerados "milagrosos", ya que
estos hechos pertenecen a una dimensión especial que escapa de la cotidianeidad,
y que sobrepasa el marco normal de la vida cristiana.
El libro es
eminentemente práctico, en el sentido de que su núcleo central es exponer actos
de la vida diaria de los santos, tal y como ocurrieron, engarzándolos entre sí
mediante unas breves y sencillas reflexiones que pueden ayudar a situarlos en el
contexto de nuestra vida diaria. No es, por tanto, una obra teórica, que
contenga una teología elaborada, ya que su pretensión última es servir como
material de reflexión para impulsar nuestra vida por el camino de la santidad,
y, asimismo, proporcionar hechos con "mensaje" que pueden animar nuestra vida de
oración.
Este conjunto de
hechos está estructurado en seis capítulos, en cada uno de los cuales se recogen
aquellos que se refieren al mismo ámbito de la vida de fe, desde el punto de
partida de la conversión --arranque del camino de la santidad--, hasta el punto
de llegada del sacrificio --la Cruz--, meta final de la vida de muchos santos.
El itinerario propuesto refleja las diversas etapas que atravesaron en su camino
de santidad aquellos gigantes de la espiritualidad que la tradición y el
magisterio de la iglesia consideraron santos, configurando así lo que podría ser
un "retrato robot" de un santo: el primer paso es la conversión, considerada
como un "flechazo" que lleva al alma a enamorarse apasionadamente de Cristo;
después, la oración, que lleva al santo a amar a Dios en la intimidad de su
corazón; en tercer lugar, la abnegación, la mortificación y el renunciamiento,
que hace abrazar al santo una vida de pobreza y austeridad; despojado de todo
apego, el santo practica la caridad con sus semejantes; durante todo este
periplo vital, el santo practica las virtudes en su vida diaria, en sus tres
ámbitos fundamentales: familia, trabajo, relaciones con sus semejantes;
finalmente, el camino de la santidad llevará al santo al Gólgota, al monte de la
Cruz, donde consumará su sacrificio por amor, su entrega radical por la
salvación de sus hermanos.
Introducción
«Muchos creyentes se
sienten atormentados, porque los hechos de la Salvación o nunca les han
impresionado, o ya no les impresionan tanto como debieran, pues ya no conservan
para sus vidas la fuerza formativa de otros tiempos. La lectura de la vida de
los santos les hace volver a la realidad y ver que donde la fe es en verdad
vivida, allí la doctrina de la fe y las grandes obras de Dios constituyen el
núcleo de la vida. Cuando un alma santa acepta así las verdades de la fe, éstas
se le convierten en la ciencia de los santos». (Edith Stein, santa Teresa
Benedicta de la Cruz)
«Nada hay tan útil
para aleccionar al pueblo de Dios como el ejemplo de los santos, porque, si bien
es cierto que la elocuencia es muy importante para exhortar y en ocasiones es
eficaz para persuadir, no lo es menos que los ejemplos son más poderosos que las
palabras, y que una buena obra enseña más que un discurso». (san Agustín)
Dios ha llamado a todos los hombres a ser santos:
«Sean santos... porque Yo, el Señor, soy
santo» (Lev. 19,2; Mt. 5, 48). Ser santo es participar de la santidad de
Dios. Cristo vino al mundo para mostrarnos esa santidad divina, y el camino para
alcanzarla.
Edith
Stein
Para san Pablo, la
santidad es la plena madurez del hombre, es el hombre plenamente realizado.
Pero esta santidad es algo que tenemos
que conseguir aquí, en la tierra, en la vida presente, aunque sólo adquiera su
perfección en la eternidad del cielo.
«Dios tiene un final destinado para la
humanidad: la santidad. Su meta exclusiva es la producción de santos». (Oswald
Chambers)
Si Cristo es el único modelo de santidad, y los
santos le imitaron, de aquí se deduce que ellos son también modelos, pues nos
enseñan que es posible vivir el Evangelio, evitando así adaptarlo a nuestra
comodidad y a las desviaciones de la cultura. Podríamos decir que, así como
Jesús afirmaba que «quien me ve a Mí ve al Padre que me envió» (Jn.12, 45),
quien ve a los santos ve también al Cristo que vive en ellos.
«Si Jesucristo resucitado está vivo, debe
habitar en alguna parte y se debe poder encontrar su dirección, para encontrarle
y tomar contacto con Él, si no afirmar la resurrección de Jesús significaría una
entelequia. Ciertamente, hay lugares privilegiados donde se le puede encontrar,
estoy pensando en particular en la Eucaristía y en el Evangelio: pero me
pregunto si daría enseguida estas dos direcciones a uno que me preguntase y me
confesarse su deseo de “ver” a Cristo.
Creo que si Jesús está vivo hoy, se le puede encontrar en
ciertos hombres a los que se llama santos, que pueden decir, como San Pablo: «No
vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,2). Es a esos hombres a
quienes hay que encontrar primero, verlos vivir y, después, leer el Evangelio
para darse cuenta de cómo funciona un santo, es decir, un hombre que vive a
Cristo resucitado». (Jean
Lafrance, Mi vocación es el amor, p.
8)
El santo imita a Cristo practicando la virtud en
grado heroico. Esta virtud heroica es el criterio que determina la santidad a
los ojos de la Iglesia, aunque para su formalización canónica haga falta la
constancia de los milagros. Sin embargo, el calificativo de heroica no quiere
decir que esta virtud esté destinada a ser practicada solamente por unos pocos
superdotados.
«Virtud heroica no quiere decir que el santo
sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios
inasequibles para las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en
la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo
que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de
una cuestión terminológica, porque el adjetivo “heroico” ha sido con frecuencia
mal interpretado: virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas
grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho
él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras
palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con
el amigo. Esto es la santidad.
Quien tiene esta vinculación con Dios, quien
mantiene un coloquio ininterrumpido con Él, puede atreverse a responder a nuevos
desafíos, y no tiene miedo; porque quien está en las manos de Dios, cae siempre
en las manos de Dios. Es así como desaparece el miedo y nace la valentía de
responder a los retos del mundo de hoy». (Cardenal Joseph Ratzinger ¾S.S Benedicto XVI¾, L'Osservatore Romano, 6 de octubre de
2002)
Santa Teresa de Lisieux explicaba
así, con su habitual sencillez, en qué consiste la virtud heroica que es la base
de la santidad: la abnegación.
«La santidad no consiste en esta o aquella
práctica, sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes
y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y
confiados hasta la audacia en su bondad de Padre.
Siempre he deseado ser santa, pero, cuantas
veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo
existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los
cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.
Pero, en vez de desanimarme, me he dicho mi
misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi
pequeñez, puedo aspirar a la santidad.
Acrecerme es
imposible; he de soportarme a mi misma tal y como soy, con todas mis
imperfecciones».
Estas palabras dejan entrever asimismo que el
camino de la santidad, aunque requiera heroísmo, está abierto para todos
nosotros, no sólo como invitación, sino como exigencia, y es un error pensar que
sólo incumbe a las personas consagradas, que es una “cosa de curas y monjas”.
Desde el concilio Vaticano II se advierte una corriente dentro de la Iglesia que
busca reconocer y alentar la santidad de los laicos. Hilarie Belloc escribió: «Los hombres y
mujeres conversos son, quizás, el actor principal del creciente vigor de la
Iglesia Católica en nuestro tiempo».
«Tienes obligación de santificarte. Tú
también. ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A
todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es
perfecto”.
Todo hombre y toda mujer está llamado a amar a Dios con
todo su corazón y con toda su mente y con toda su alma, y a amar a su prójimo
como a sí mismo, no como una simple posibilidad teórica, sino como una realidad
práctica. Dios llama a todos los bautizados a la plenitud de la
santidad». (san José
María Escrivá de Balaguer)
Santiago
Martín, en su obra Los santos
protectores, abunda en la misma idea:
«Con frecuencia, antes y ahora, hay gente que
identifica la santidad con la extravagancia. Es como si el modelo de santidad
para el cristiano fueran esos faquires indios que duermen sobre clavos, tragan
sables y escupen fuego. Es cierto que en nuestro santoral hay hombres
extraordinarios ¾como San Pedro de Alcántara, que apenas
dormía y del que santa Teresa decía que parecía hecho de raíces¾, pero también es cierto que han existido
otros hombres, como Juan XXIII, que han demostrado que se puede amar a Dios
hasta el extremo sin ser un figurín o un modelo de ascética y penitencia.
En cualquier situación en que nos hallemos
podemos ser santos. Por lo tanto, no debemos pensar que para alcanzar la
santidad necesitaremos que tal o cual circunstancia de la propia vida
desaparezca, que tal o cual persona modifique su carácter o su comportamiento
hacia nosotros. No debemos pensar que conseguiríamos ser mejores si tuviéramos
más cultura, si hubiéramos nacido en otra familia y nos hubieran dado una
formación cristiana más esmerada. Más aún, no deberíamos creer que podríamos ser
santos si desaparecieran ciertas tentaciones ante las que sucumbimos con
frecuencia, o si la naturaleza nos hubiera dotado con un mejor carácter, o si
pudiéramos encontrar el tiempo que no tenemos para rezar más.
Con lo que tienes, tienes que ser
santo, tienes que luchar por ser lo mejor posible, por más que probablemente
nunca logres ser perfecto. Porque, en realidad, ser santos no siempre consiste
en ser perfectos o, al menos, no siempre consiste en tener la perfección del que
nunca ha cometido ningún tipo de pecado».
Vivir la santidad en
medio del mundo no es fácil, pero esto no debe servir de excusa para dejar de
intentarlo, para rendirnos de antemano. Lo que Dios nos pide no es el éxito,
sino nuestra fe sincera, nuestro esfuerzo perseverante y nuestra actitud de
entrega.
«Cuando
Cristo dice: “Venid a Mí todos los que
estáis fatigados y sobrecargados”
(Mt.. 11, 28), se lo está diciendo a los que están fatigados y no pueden
seguir tratando de practicar la ley sin conseguirlo, y no a los que descansan.
Pero hay que tratar de hacerlo, sin embargo, y quererlo.
»He aquí
el problema práctico: “No hago el bien
que debería hacer; y hago el mal que no quiero” (Rm. 7, 15). Frente a esta
imposibilidad práctica, se da la tentación de confesar: “No puedo”. Esta
confesión muchas veces no es sino la ocultación del verdadero motivo por el que
rehuimos el camino de la santidad: “No
quiero”.
»Si la
confesión de nuestra impotencia es sincera, demuestra falta de fe y de
confianza: lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Mt..
18,3). Cuando no conseguimos renunciarnos en un punto ¾por
ejemplo, la cólera, la impureza o la intemperancia¾,
hay que intentarlo, sin embargo, sabiendo que no se trata de tener éxito. La
frontera está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan. Entre
dos personas que obtienen los mismos resultados, puede haber un abismo: están
los que quieren renunciar y no pueden, y están los que se las arreglan para
quedarse tranquilos. A fuerza de enfrentarse con el espectáculo de su debilidad,
se duermen en una seguridad hipnótica: “¡Dios no pide tanto!”, dicen, y con esta
expresión se han cerrado el camino a su santificación». (Jean Lafrance, Mi
vocación es el amor, págs. 165-166).
Acabamos
esta introducción con unas palabras reveladoras del cardenal Rouco Varela,
pronunciadas durante la apertura del proceso de canonización de una mujer
seglar. En ellas se hace un llamamiento claro a vivir la santidad en la vida
ordinaria, el cual es el objetivo de la presente obra, por lo que estas palabras
pueden ser un fiel resumen de su contenido:
«Uno se pregunta por qué este interés de la
Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares.
En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el
desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes
debates..., en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en
esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo
humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan,
manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su
vocación como santos o con vocación de santidad.
»Es posible que en los siglos XX y XXI sea más
necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad
como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un
tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que
se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan
terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan
radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida, que
parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a
responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su
seguimiento, y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la
historia de donde surge la oposición a Cristo.
»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido
siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también,
evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio
y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos, y ha necesitado
también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no
reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y
afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque
el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador».
Capítulo
5
La vida
oculta de Nazaret:
(la santidad
en la vida diaria)
«Desde 1928 comprendí con claridad que Dios
desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí
especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los
hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de
vida callada y sin brillo.
La vida ordinaria puede ser santa y llena
de Dios. El valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad
las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la
aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo
sacrificio diario». (san José María Escrivá de
Balaguer)
Nuestra vida diaria es generalmente oscura,
anónima, callada y oculta, pero atesora en su interior la semilla de la santidad
y de la gracia, lo mismo que la tierra guarda en su oscuridad y en su aparente
abandono la semilla que más tarde florecerá espléndidamente en la
primavera.
La vida de cada
día es el escenario donde se fragua nuestra santidad: en ella es donde nos
encontramos con nuestros semejantes, donde se nos revela día a día la voluntad
divina, donde podemos aprender la práctica de las virtudes, donde experimentamos
los sinsabores que constituyen nuestras “cruces”. Es como un laboratorio donde
toma cuerpo nuestra santidad, pues ésta, aunque se forje en el contacto íntimo
con Dios que se desarrolla en nuestra vida interior, adquiere su pleno sentido
cuando se expresa en obras, cuando se encarna en los mil detalles de nuestra
vida cotidiana, que es la verdadera escuela de la santidad.
Los
innumerables actos de nuestra vida diaria pueden santificarse a condición de que
los vivamos en la presencia de Dios, ofreciéndolos a Dios por amor ¾especialmente
los que suponen sacrificio a y sufrimiento¾,
buscando la gloria de Dios antes que la nuestra, y, sobre todo, realizándolos
con rectitud de intención, con buena voluntad y con amor
desinteresado.
«El mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios,
porque es criatura suya. No lo dudéis: cualquier modo de evasión de las
realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a
la voluntad de Dios.
Por el
contrario, debéis comprender ahora ¾con
una nueva claridad¾
que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales,
seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital,
en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el
campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios
nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las
situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía
decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por
los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería
apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como
una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y
de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de
pequeñas realidades terrenas.
¡Que no,
hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como
esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de
carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo–
santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más
visibles y materiales.
No hay otro
camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no
lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época
devolver ¾a
la materia y a las situaciones que parecen más vulgares¾
su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo.
Os aseguro, hijos
míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las
acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de
Dios». (san Josemaría Escrivá de Balaguer)
Dado que la mayoría de nuestras
acciones en la vida ordinaria van encaminadas al cumplimiento de nuestros
deberes, realizarlos fielmente es un camino imprescindible para nuestra
santificación. En este sentido, destacan especialmente tres ámbitos: la familia,
el trabajo, y las relaciones con los demás.
«Para ir a Dios hay muchos caminos quizás más
excelentes que el que nosotros seguimos; reconozcamos su excelencia, pero
pongamos todo nuestro empeño en progresar en el camino en que Dios nos puso,
porque allí es donde Él nos quiere.
La santidad se encuentra en el camino que nos
abre cada uno de nuestros días, en que se ofrecen a nosotros, con atractivo
desigual, los deberes de nuestra vida cotidiana. ¡Lo que nos hace santos y
agradables a Dios es lo que nuestra vocación nos exige, y no lo que escoge
nuestra propia voluntad!
Es el amor lo que da precio a todas nuestras
obras; no es por la grandeza y multiplicidad de nuestras obras por lo que
agradamos a Dios, sino por el amor con que las hacemos.
Debemos hacer todas nuestras acciones
por la obligación que tenemos de ellas, o por una simple aceptación del
beneplácito de Dios, y esto tanto en la calma como en la tempestad». (san Francisco de Sales)
* * *
La
vocación matrimonial
Desde los comienzos de su labor apostólica,
san José María Escrivá de Balaguer resaltó la dignidad del matrimonio y recordó
con vigor que el matrimonio es una vocación divina y una llamada a la santidad.
«¿Te ríes porque te digo que tienes “vocación
matrimonial”? Pues la tienes: así, vocación.
»El matrimonio no es, para un cristiano, una
simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades
humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y
en la Iglesia, dice San Pablo y, a la vez e inseparablemente, contrato que un
hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el matrimonio
instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de
Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle,
transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. Los
casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa
unión».
Si el matrimonio es un sacramento, santificado y bendecido por la gracia divina,
la familia, que es su fruto, también participa de ese carácter sacramental. El
fin de nuestra vida ¾
ser santos¾
es amar a Dios, y este amor se aprende y se vive en primer lugar en la familia,
que debe ser una escuela de amor, una comunidad de amor que exprese a escala más
reducida la vivencia de la Sagrada Familia, del Cuerpo Místico de la Iglesia, y
la relación de amor que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad,
una verdadera familia que debe encontrar eco y reflejo en la trinidad familiar
formada por las personas del padre, la madre y los hijos.
Los familiares son las personas que tenemos más cerca, aquellas con las que
pasamos más tiempo, y con las que nos resulta más fácil vivir el amor
desinteresado, libre de egoísmo, basado en la entrega y el servicio gratuito que
luego debemos ampliar hacia nuestro prójimo, pues toda la humanidad es nuestra
gran familia, ya que todos somos hermanos. Este amor familiar es el más parecido
al amor de Padre que Dios tiene hacia nosotros, y es el mismo amor que tenemos
que devolverle.
De Madrid al
cielo
En la existencia de San Isidro hay todo un
programa de vida humilde, de trabajo honrado, de piedad sencilla como medio para
llegar a la santidad. Hijo de humildes labriegos, ayudaba a su padre en el
cultivo de las tierras, cavando, arando, o conduciendo la
carreta.
Cuando mueren sus progenitores, siendo él muy
joven, entra al servicio del caballero D. Juan de Vargas, dedicándose al cultivo
de sus campos.
Isidro es un hombre de vida sencilla,
dividida pacíficamente en sus tres grandes horizontes: el hogar, el trabajo y la
oración. Isidro se levantaba muy de
madrugada y nunca empezaba su día de trabajo sin haber asistido antes a
Misa.
Cuando Isidro siembra el trigo, nunca se
olvida de lanzar algunos puñados de simiente fuera del surco para que sirvan de
alimento a los pájaros y a las hormigas, que también son de Dios, como él decía:
«Para todos da su Divina Majestad».
Otro rasgo de su generosidad: cuando va al
molino da a los pobres que se cruzan por el camino casi todo el trigo que lleva
en el costal, pero la tierra, siempre generosa por bendición del Señor, le
devuelve con creces lo repartido.
En este tiempo elige como compañera de su
vida a una esposa digna de él. Contrae matrimonio en Torrelaguna con una joven
de Uceda llamada María de la Piedad, la cual también más tarde ha de ser
venerada en los altares con el nombre de Santa María de la
Cabeza.
Lo que ganaba
como jornalero, Isidro lo distribuía en tres partes: una para el templo, otra
para los pobres y otra para su familia (él, su esposa y su hijo Illán, que
también acabará en los altares).
Un día lo invitaron a un gran almuerzo. Él se llevó
a varios mendigos a que almorzaran también. El anfitrión le dijo disgustado que
solamente le podía dar almuerzo a él y no a los otros. Isidro repartió su
almuerzo entre los mendigos y alcanzó para todos, incluso sobró.
Los domingos los distribuía así: un
buen rato en el templo rezando, asistiendo a misa y escuchando la Palabra de
Dios; otro buen rato visitando pobres y enfermos; y, por la tarde, saliendo a
pasear por los campos con su esposa y su hijo.
Durante sus servicios al caballero D. Juan de
Vargas, sus heredades se convierten en las más labradas, sus yuntas en las más
robustas y lucidas, y sus sementeras en las más abundantes y regadas por la
lluvia.
Una reina muy
enamorada
Santa Isabel de Hungría era hija del rey Andrés II de Hungría, primo del
emperador de Alemania.
En
1221, a la edad de 14 años, contrajo matrimonio con el joven landgrave Luis VI
de Turingia, a quien profesaba un amor correspondido. Cuando le aconsejaron a
Luis que la unión con Isabel no le convenía, declaró que estaba dispuesto a
perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel.
La
vida de matrimonio de la santa ¾ durante la cual tuvieron tres
hijos¾ sólo duró seis años, que fueron de una
felicidad completa. La joven reina descubrió profundamente el sentido del
sacramento del matrimonio, que está en poner a Dios a primero, de manera que el
amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo. «Si yo amo tanto a una
criatura mortal ¾le confiaba la joven reina a su amiga
Isentrude¾, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal,
dueño de mi alma?»
Cuando tenía apenas veinte años y con su
hijo menor recién nacido, su esposo, un cruzado, murió defendiendo Tierra
Santa. Al enterarse de la noticia, Isabel exclamó: «El mundo y cuanto había de
alegre en el mundo está muerto para mí». Luego se resignó y aceptó la voluntad de
Dios. Rechazó varias ofertas de matrimonio y
decidió dedicarse al servicio de los más pobres y
desamparados.
Lo primero es lo
primero
Santa Francisca de Roma (1384-1440) nació en 1384 el seno de una familia rica y
muy creyente. Sus padres decidieron casarla a los 12 años con Lorenzo Ponziani,
perteneciente a una familia aristocrática.
Junto a su cuñada, emprendió la tarea de
ayudar a los pobres y enfermos. La suegra quería oponerse a todo esto, pero los
dos maridos, al ver que ellas en el hogar eran tan cuidadosas y tan cariñosas,
les permitieron seguir en esta caritativa acción. Pronto Francisca empezó a
ganarse la simpatía de las gentes de Roma por su gran caridad para con los
enfermos y los pobres ¾que la llevó a ser nombrada posteriormente
patrona de Roma¾. Cuando llegaban las epidemias, ella misma
llevaba a los enfermos al hospital, los atendía, les lavaba la ropa y la
remendaba. Cuando Roma fue
ocupada y saqueada por las tropas del rey de Nápoles, ella se puso manos a la
obra, abrió sus graneros y sus despensas y organizó la ayuda a los
necesitados.
En
más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta
verdaderamente edificante. Dedicó mucha de su vida
a la oración, la penitencia, y las buenas obras, pero, sobre todo, fue una
esposa y madre ejemplar. Parte de los motivos para que fuera tan querida por su
familia fue que mantuvo claras sus prioridades. «Una mujer casada debe, cuando
se la requiere, abandonar sus devociones a Dios en el altar, para encontrarlo en
sus asuntos caseros», solía decir.
Si
su marido la requería para que la ayudara en algún oficio, ella suspendía
inmediatamente su oración y se iba a colaborar en lo que era necesario. Solía
decir: «Muy buena es la oración, pero la mujer casada tiene que concederle una
enorme importancia a sus deberes caseros».
Un regalo de bodas muy
especial (Madre Teresa de Calcuta)
«Hace unas semanas, dos jóvenes vinieron a
nuestra casa para ofrecerme mucho dinero para dar de comer a la gente. En
Calcuta damos de comer a nueve mil personas al día. Querían que el dinero se
destinara para alimentar a esta gente. Les pregunté: “¿De dónde han sacado tanto
dinero?”. Ellos me respondieron: “Nos acabamos de casar hace dos días. Antes de
la boda, decidimos que no compraríamos trajes para la ceremonia ni para la
fiesta. Queremos darles a ustedes el dinero”. Para un hindú de clase alta esto
es un escándalo.
»Muchos se quedaron
totalmente sorprendidos al ver cómo una familia de ese nivel no había comprado
trajes ni había organizado fiestas con motivo de la boda. Después les pregunté:
“¿Por qué lo han hecho?”.
»Ésta fue la extraña respuesta que me dieron:
“Nos amamos tanto que queríamos dar algo a otros para comenzar nuestra vida en
común con un sacrificio”. Me impresionó mucho el constatar cómo estas personas
estaban hambrientas de Dios. Una manera de manifestarse el amor mutuo era hacer
ese sacrificio enorme. Estoy segura de que los occidentales no pueden entender
lo que significa esto. En nuestro país, en la India, sabemos lo que significa no
tener vestidos y fiestas para la boda. Sin embargo, estos dos jóvenes tuvieron
el valor de comportarse así. Esto es verdaderamente un amor en acción. Y, ¿donde
comienza este amor? En la propia casa. ¿Cómo comienza? Rezando juntos. Una
familia que reza unida permanece unida. Y, si permanece unida, entonces se
amarán unos a otros como Dios nos ama».
Esposa, madre y santa
La
beata Ana María Taigi fue honrada con la particular estimación de tres sucesivos
Pontífices, y su pobre casa fue el centro de reunión para muchos altos
personajes de la Iglesia y del Estado que buscaban su intercesión, su consejo, y
su opinión en las cosas de Dios. Su marido, Domingo Taigi, era un buen hombre,
pero de escasas luces y muy quisquilloso: si bien apreciaba las evidentes
cualidades de su esposa, nunca pudo comprender los heroicos esfuerzos de Ana por
adquirir la santidad, ni sus dones especiales. Ella siempre cumplía sus deberes
cotidianos del hogar con extraordinaria entrega.
Domingo dejó
escrito lo siguiente:
«Cuando llegaba a mi casa la
encontraba llena de gente desconocida que venía a consultar a mi mujer. Pero
ella, tan pronto me veía, dejaba a cualquiera, aunque fuera un monseñor o una
gran señora, y se iba a atenderme, a servirme la comida, y a ayudarme con ese
inmenso cariño de esposa que siempre tuvo para conmigo, para mí y para mis
hijos. Se podía ver que lo hacía con todo el corazón; se habría arrodillado en
el suelo a quitarme los zapatos, si yo se lo hubiese permitido.
»Ana María era la felicidad
de la familia. Ella mantenía la paz en el hogar, a pesar de que éramos bastantes
y de muy diversos temperamentos. Con su maravilloso tacto, era capaz de mantener
una paz celestial en el hogar, a pesar de que éramos muchos, de muy distinto
temperamento y había toda clase de problemas, sobre todo cuando Camilo, mi hijo
mayor, se quedó a vivir con nosotros durante los primeros tiempos de su
matrimonio. Mi nuera era una mujer que se complacía en crear la discordia y se
empeñaba en desempeñar el papel de ama de casa para molestar a Ana; pero aquella
alma de Dios sabía cómo mantener a cada cual en el puesto que le correspondía:
hacía las observaciones y correcciones que tenía que hacer, pero con la más
exquisita amabilidad, de una manera tan sutil, tan suave, que no la puedo
describir. A veces llegaba yo a casa cansado, de mal humor y hasta enojado, pero
ella siempre se las arreglaba para aplacarme y hacerme alegre la
existencia.
»Cada mañana nos reunía a
todos en casa para una pequeña oración, y cada noche nos volvía a reunir para la
lectura de un libro espiritual. A los niños los llevaba siempre a la Misa los
domingos y se esmeraba mucho en que recibieran la mejor educación posible».
La familia
que Ana debía cuidar estaba formada por sus siete hijos, dos de los cuales
murieron cuando eran pequeños, su marido y sus padres, que vivían con ella.
También tenía
tiempo para trabajar en sus costuras con las que, muchas veces, complementó el
escaso salario de su marido, y, otras, pudo socorrer a los más pobres que ella,
porque siempre fue extraordinariamente generosa y enseñó a sus hijos a serlo.
En medio de
sus obligaciones familiares tuvo experiencias místicas de gran altura, llegando
a hacerse famosas sus visiones y sus profecías.
Una santa
normal
Gianna
Beretta (1922-1962) nació en Magenta (provincia de Milán) el día 4 de octubre de
1922. Era la séptima de 13 hijos de una familia de clase media. Sus padres,
Alberto y María, dieron a sus hijos una esmerada educación cristiana, hasta el
punto de que solían oír misa todos juntos a las ocho de la mañana, antes de irse
a sus quehaceres. A pesar de su
posición económica desahogada, los hijos fueron educados en un clima de
sobriedad y desprendimiento. Alberto y Maria habían enseñado a sus hijos a
preocuparse por los más necesitados.
Estudió
medicina y se especializó en pediatría. Aunque corrían los años 50, Gianna era
una mujer que hoy no dudaríamos en llamar “moderna”: quienes la conocieron dicen
que fue una mujer activa y llena de energía, que conducía su propio vehículo
¾algo poco común en esos días¾, esquiaba, le gustaba el alpinismo, tocaba el piano y
disfrutaba yendo a los conciertos en el conservatorio de Milán.
Junto estas
actividades, participaba activamente en las labores apostólicas de la Acción
Católica y de la sociedad de san Vicente de Paúl, dedicándose a los jóvenes y al
servicio caritativo con los ancianos y necesitados.
Organizó varias tandas de Ejercicios Espirituales
para sus amigas. Les insistía en la necesidad de fomentar las virtudes humanas,
para ser “personas de una pieza”, y las virtudes espirituales: las animaba a la
práctica de la oración diaria; las alentaba a acudir a Misa y comulgar, a ser
posible todos los días, y si no, al menos, cada semana; recomendaba también la
visita al Santísimo, el resto del Rosario y la devoción a la Virgen. Decía: «Sólo si poseemos la
riqueza de la gracia podremos darla a nuestro alrededor; porque el que no tiene,
no puede dar nada».
Como tantos
otros santos hicieron antes que ella, Gianna pasó una crisis durante la cual se interroga sobre su
porvenir, por lo cual reza, para conocer la voluntad de Dios sobre ella. Después
de un viaje a Lourdes que emprendió para clarificar su verdadera vocación en la
vida conoce al que sería su marido, un ingeniero llamado Pietro Molla. Llega a
la conclusión de que Dios la llama al matrimonio. Llena de entusiasmo, se
entrega a esta vocación, con voluntad firme y decidida de formar una familia
verdaderamente cristiana.
Contraen
matrimonio en 1955. Tienen tres hijos, pero en septiembre de 1961, durante el
segundo mes de su cuarto embarazo, se le detecta un cáncer de útero que hace
necesaria una intervención quirúrgica. Aquello le
preocupaba, más que por su vida, por la de su futuro hijo. Sin dudarlo, Gianna pide que se salve la vida de su
hijo, aunque era plenamente consciente del riesgo que corría su vida al tomar
esta decisión.
Falleció el 28 de abril
de 1962, con 39 años de edad, una semana después de haber dado a luz. El anciano viudo de la beata, el ingeniero
Pietro Molla, recordaba, muchos años después, cuando Gianna fue beatificada, que
su esposa era una persona completamente normal:
«Al buscar entre los recuerdos de Gianna
algo para ofrecerle a la priora de las Carmelitas descalzas de Milán, encontré
en un libro de oraciones una pequeña imagen en la que, al dorso, Gianna había
escrito de su puño y letra estas pocas palabras: “Señor, haz que la luz que se
ha encendido en mi alma no se apague jamás”.
»Mi esposa era una santa
normal. Jamás creí estar viviendo con una santa. Era una mujer llena de alegría
de vivir. Era feliz, amaba a su familia, amaba su profesión de médico, también
amaba su casa, la música, las montañas, las flores y todas las cosas bellas que
Dios nos ha dado. Gianna no era uno de esos
tipos místicos que piensan sólo en el Cielo y que viven en esta tierra creyendo
que es sobre todo un valle de lágrimas. Mi esposa era una mujer que sabía
disfrutar, en el buen sentido de la palabra, de las pequeñas y grandes cosas que
Dios nos concede también en este mundo. Siempre me pareció una mujer
completamente normal, una mujer
como tantas otras. Pero, como me dijo Monseñor Carlo Colombo, “la
santidad no está solo hecha de signos extraordinarios. Está hecha, sobre todo,
de la adhesión cotidiana a los designios inescrutables de Dios”. Sin embargo,
Gianna tenía algo singular, quizá: una gran religiosidad, una confianza absoluta
en la Providencia divina. Y no dejó de confiar nunca en ella, ni siquiera en los
últimos meses de vida...»
* * *
La santificación del
trabajo
Junto
con la vida familiar, el trabajo es el otro ámbito donde se desarrolla gran
parte de nuestra vida diaria. Si podemos decir que existe una “vocación
familiar”, también se puede afirmar que cada uno de nosotros tiene una “vocación
laboral”, a través de la cual podemos acceder a la plena realización como
cristianos que nos lleve a la santidad.
Nuestro trabajo está estrechamente relacionado con
nuestros carismas, en el sentido de que expresa una voluntad concreta de Dios
para nosotros, que nos ha colocado en aquella actividad humana donde podemos
servir mejor al progreso de la sociedad en la que vivimos. Esa dimensión de
servicio a los demás es inherente a cualquier trabajo, sea cual sea su
naturaleza, sea cual sea su importancia a los ojos del mundo. Desarrollar esos
talentos que Dios nos ha dado para realizar fielmente nuestro deber es un camino
esencial que debemos seguir para santificarnos.
Por
otra parte, todo trabajo implica participar en la obra creadora de Dios, que
renueva continuamente su creación a través del esfuerzo humano. Este esfuerzo
supone con frecuencia sufrimiento y sacrificio, los cuales, cuando son vividos y
aceptados en la fe, se convierte en mortificaciones y en cruces con las que
podemos contribuir a nuestra redención y a la redención del
mundo.
La “ilustre fregona”
Santa Zita de Lucca estuvo 48 años de
sirvienta, demostrando que en cualquier oficio y profesión que sea del agrado de
Dios, aunque sea el más humilde, se puede llegar a una gran
santidad.
El jefe de la familia donde Zita fue a
trabajar era de temperamento violento y mandaba con gritos y palabras muy
humillantes. Todos los empleados protestaban por este trato tan áspero, menos
Zita, que lo aceptaba de buena gana para asemejarse a Cristo Jesús, que fue
humillado y ultrajado.
Las demás empleadas le tenían envidia y la
humillaban continuamente con palabras hirientes. Pero Zita nunca respondía a sus
ofensas ni guardaba rencor o resentimiento. Los obreros se disgustaban porque
ella demostraba aversión a las palabras groseras y a los cuentos inmorales. La
tildaban de “besaladrillos” y de “beata”. Pero, con el correr de los años, todos
se fueron dando cuenta de que era una verdadera santa, una gran amiga de
Dios.
Era la más consagrada a sus quehaceres, y
repetía que una piedad que lo lleva a uno a descuidar los deberes y oficios que
tiene que cumplir, no es verdadera piedad. La bondad de sus hábitos y el celoso
quehacer llevado con alegría y mucho empeño la indispusieron en su trabajo con
los otros criados, que se ganaban el pan cumpliendo sin mucho esfuerzo. Ella
trabajaba bien y terminaba la tarea con primor, pero los otros pensaron que se
esforzaba en demasía y los dejaba mal a ellos. ¿Por qué no se contentaba con
hacer lo suficiente para salir del paso? (La envidia siempre es molesta
compañera de camino, y lo malo es que se encuentra por todas partes y en todo
tiempo). Los colegas mediocres, en su ineptitud, interpretaron mal sus gestos: a
la virtud le llamaron soberbia; a la puntualidad, engreimiento; a la presteza,
adulación, y al sacrificio, remedo; sí, hasta en la piedad juzgaron mal a Zita
como hipócrita aspirante al beaterio. Pero Zita supo ser fuerte, se conservó
serena, y mantuvo el tipo con espíritu alegre y sin quejas.
Zita de Lucca nos enseña que el trabajo que se hace
amando a Dios y al prójimo debe hacerse bien, aunque esta actitud provoque
molestias o conflictos con aquellos que acusan al buen trabajador de
“perfeccionismo indebido” o “excesivo rendimiento”.
La mejor
limosna
«Antonio, escribe», ¾sintió
que le decían Cristo y la Virgen¾.
Como una enorme y sensible pantalla de radar, Antonio María Claret escrutaba
continuamente los signos de los tiempos: «Uno de los medios que la experiencia me ha
enseñado ser más poderosos para el bien es la imprenta, ¾decía¾, así como es el arma más poderosa para el
mal cuando se abusa de ella». Escribió unas 96 obras propias (15 libros y
81 opúsculos). y otras 27 editadas, anotadas y a veces traducidas por
él.
Sólo si se tiene en cuenta su extrema
laboriosidad y las fuerzas que Dios le daba, se puede comprender el hecho de que
escribiera tanto llevando una dedicación tan intensa al ministerio apostólico.
Claret no era solamente escritor, sino también propagandista. Divulgó con
profusión los libros y hojas sueltas. En cuanto a su difusión, alcanzó cifras
verdaderamente importantes. Jamás cobraba nada de la edición y venta de sus
libros; al contrario, invertía en ello grandes sumas de dinero. ¿De dónde lo
sacaba? De lo que obtenía por sus cargos y de los donativos. «Los libros ¾decía¾ son la mejor
limosna».
El verdadero
milagro
Después de la Misa, el Padre Pío se sentaba en el confesionario para
administrar la misericordia de Dios a los arrepentidos. Desde enero de 1950, todas las penitentes debían
conseguir un número de orden para evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar
el mismo sistema también para los hombres.
Confesar era su principal vocación, la que le
permitía apaciguar su insaciable sed de almas. El confesionario será el lugar
donde desarrollará su verdadero carisma: salvar almas. Sus innumerables
conversiones constituyeron sin duda el más grande de sus milagros, pues puso
todos sus dones místicos al servicio de su vocación de convertir almas.
Deseaba ser considerado exclusivamente como
confesor. Como San Juan Bautista Vianney, cura De Ars, pasaba sus días en el
confesionario, lo que constituía en sí un verdadero milagro, porque esto era
como para alterar el sistema nervioso más sólido. Sin embargo, el Padre Pío no
tenía en cuenta los limites de la resistencia física.
En 1967, un año antes de su muerte, cuando contaba
ya ochenta años de edad, confesó a unas 15.000 mujeres y 10.000 hombres (unas 70
personas diarias). Durante toda su vida, confesó a más de un millón y medio de
personas.
«Me siento perfectamente bien, pero estoy
ocupadísimo día y noche por los cientos de confesiones que tengo que escuchar.
No me queda un instante libre, pero tengo que agradecer a Dios, pues me ayuda
intensamente en mi ministerio».
Lo que importa es el
amor
El 4 de febrero de 1975 José María Escrivá de Balaguer hizo un
nuevo viaje a América. Estuvo en Guatemala y en Venezuela. Acudieron numerosas
personas a Ciudad de Guatemala para escucharle, entre ellas muchos indígenas.
Hablándoles de san José, decía: «Él nos ha enseñado el valor del trabajo
ordinario, que es el medio humano de santificación que tenemos al alcance de la
mano: hacer lo de todos los días, lo de cada hora, lo de cada minuto, con cariño
(...). de manera que lo podamos ofrecer al Señor... Lo mismo si es un
rascacielos (...). como si es un cestillo de mimbre que teje una hijita mía, una
indita». Y concluyó con mucha fuerza: «¡Tanto me da el rascacielos como el
cesto, si están hechos con amor!»
La obra de Dios (José María Escrivá de Balaguer)
«Todo trabajo
humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la
mayor perfección posible —competencia profesional— y con perfección cristiana
—por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres—. Porque, hecho
así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea,
contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales, a manifestar su
dimensión divina, y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación
y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se
santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus
Dei.
El trabajo —participación en la obra creadora de
Dios—, la actividad profesional que cada uno desempeña en el mundo, puede ser
santificada y convertirse en camino de santificación. Al haber sido asumido por
Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo
es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad
santificable y santificadora. Cualquier trabajo honrado realizado con perfección
humana y rectitud, ya sea importante o humilde a los ojos de los hombres, es
ocasión de dar gloria a Dios y de servir a los demás.
Y al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes
con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos
ayudarles a llegar a Cristo. Primero, con el ejemplo personal, y después con la
palabra y con el deseo eficaz de contribuir a resolver las necesidades
materiales y los problemas sociales del entorno».
* * *
La santidad en nuestras
relaciones con los demás
El
cristiano corriente puede buscar la santidad a través de las circunstancias
ordinarias de su vida y de las actividades que desarrolla. La santidad no se
define por la capacidad para hacer cosas grandes, sino por la habilidad para
hacer cosas pequeñas de una manera grande. Los santos son santos porque en su
vida diaria mostraron un amplio catálogo de virtudes, las cuales Dios quiso
poner de manifiesto a los ojos de los hombres concediéndoles con frecuencia el
poder de hacer acciones milagrosas. Pero el verdadero milagro de los santos
radica en el ejemplo de sus virtudes heroicas.
Para imitar a los
santos
y a Jesucristo, que es el modelo
último al que debemos referir nuestras conductas, nosotros podemos y debemos intentar
ejercitar en nuestra vida de cada día,
en nuestro trabajo, en nuestra familia, en
nuestras relaciones sociales,
esas virtudes cuya práctica lleva a la santidad: la fe, la esperanza y la
caridad; y las virtudes humanas, como la generosidad, la laboriosidad, la
justicia, la lealtad, la alegría, la sinceridad, el perdón, la paciencia, la
amabilidad, la dulzura, etc.
«Una buena forma de ejercitarnos en el amor a Cristo
es manteniéndolo presente en nuestras mentes siempre que sea
posible.
Esforcémonos en juzgar
las cosas como las juzgó Jesús. Así, llegada la ocasión, nos hemos de preguntar:
¿Cómo juzgó Jesús tal y tal cosa? ¿Cómo se comportó en tal y tal
circunstancia?
Cuando se trate de hacer alguna obra buena,
decid al hijo de Dios: “Señor, si estuvieras en mi lugar, ¿cómo te portarías en
esta ocasión?”»
(san Vicente de Paúl)
La cesta rota
En tiempos de los Padres del Desierto, sucedió que un hermano de Escite cometió
una falta. Los ancianos pidieron al abba Moisés que se reuniera con ellos
para juzgarlo. Sin embargo, éste se negó a acudir. Un sacerdote le envió
entonces un mensaje en estos términos: «Ven, la comunidad de hermanos te
espera». Al recibirlo, el abba se
levantó y se puso en camino, llevando una vieja cesta rota que llenó de arena y
arrastró tras de sí. Los Ancianos acudieron a su encuentro, y le preguntaron:
«¿Qué es eso, padre?» El anciano respondió: «Mis pecados se derraman tras de mí
y no lo veo, ¿cómo voy entonces a juzgar los pecados de otros?» Oyendo esto, no
dijeron nada al hermano que había cometido la falta, y le perdonaron.
Viviendo el padrenuestro
Juan el
Limosnero se enteró de que había en Alejandría un rico mercader que profesaba un
odio implacable hacia uno que le había engañado en un contrato, siendo incapaz
de perdonarle, a pesar de que cumplía fielmente con sus deberes de cristiano. A
pesar de hablar con él, el mercader se mantenía firme en su negativa a
perdonarle.
A la
mañana siguiente, el mercader asistió a misa, como era su costumbre. Llegados al
Padrenuestro, después de haber dicho «perdona nuestras ofensas», los asistentes,
previamente advertidos por el obispo, se callaron de golpe, así que el mercader
se vio solo diciendo: «... como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden». Juan se dio entonces la vuelta y dijo alto y claro: «¡Estás
arreglado... si Dios te perdona como lo haces tú!» El mercader entendió, y
decidió perdonar para estar seguro de que obtendría, a su vez, el perdón
divino.
Lo que cuesta la miel
A pesar de que suele considerársele como
el “santo de la dulzura”, san Francisco de Sales tuvo que luchar toda su vida
contra su temperamento, propenso a la ira. Después de una ocasión en la que tuvo
que reprender a un joven que maltrataba a su madre, dijo: «He temido perder en
un cuarto de hora la poca dulzura que he trabajado en conseguir desde hace 22
años. Sentía hervir la cólera en mi cerebro como hierve el agua en un vaso que
está sobre el fuego».
San Francisco
de Sales falleció el 28 de diciembre de 1622, a los 56 años de edad. Toda la
ciudad de Lyon desfiló por la humilde casa donde había expirado su querido
santo, cuyas ropas fueron partidas en miles de pedazos con el fin de
proporcionar reliquias a todo el que lo deseara.
Cuando se le
hizo la autopsia se comprobó que tenía la hiel convertida en 33 piedrecitas,
señal de los heroicos esfuerzos que había hecho durante toda su vida para
dominar su temperamento inclinado a la cólera, y llegar a ser el santo de la
dulzura.
La gallina desplumada
Una mujer a la
que le gustaba chismorrear acudió a san Felipe Neri arrepentida de haber hecho
circular noticias poco edificantes sobre una persona. Cuando le preguntó cómo
podía remediar su falta, el santo le dio este consejo: «Toma una gallina,
desplúmala y esparce las plumas por las calles de Roma; después ven a verme y te
diré cómo podrás reparar el daño».
La mujer hizo lo que le
había dicho, y después volvió a ver al Padre, el cual le dijo: «Ahora, ve y
recoge las plumas».
¡Era imposible...! Así
que la mujer aprendió la lección: desde entonces, se lo pensaba dos veces antes
de abrir la boca para cotillear.
* * *
La alegría:
«Un santo triste es un triste santo»
Un
estereotipo frecuente con que solemos ver a los santos es la creencia de que
fueron personas serias y taciturnas, de carácter solitario e introvertido,
siempre con un pie fuera de este mundo, frecuentemente perdidos en su
misticismo, generalmente avinagrados debido a su ascetismo y al pecado que veían
por doquier, incapaces de disfrutar de los pequeños placeres de la
existencia.
Nada más lejos de la realidad: la
mayoría de los santos cultivaron la virtud de la alegría, pues vivían en
contacto directo con Dios, la suprema fuente de la felicidad humana. Esa alegría
se expresaba a través de un sentido del humor en el que se traslucía el amor que
sentían por sus semejantes, la humildad que les llevaba a reírse de sí mismos
para disimular sus virtudes, y el deseo imperioso de hacer felices a los que les
rodeaban.
Además, con mucha frecuencia, el humor era
en ellos una poderosa herramienta para “enganchar” a la gente y así ganárselos
para la causa de Dios, pues la risa es, sin duda, un instrumento de
evangelización.
Un padrenuestro muy divertido
Además de por su profunda piedad y
honestidad, santo Tomás Moro llamaba poderosamente la atención por su vigoroso
sentido del humor, ya que se le veía constantemente alegre, aun en medio de
circunstancias adversas.
Un contemporáneo suyo nos ha dejado el
siguiente retrato del santo:
«Se dice que nadie está tan libre de los
vicios como él. Su semblante está en armonía con su carácter, siempre expresa
una amable alegría, e incluso una risa incipiente y, para hablar con franqueza,
está mejor condicionado para la alegría que para la gravedad o dignidad, aunque
sin caer en la tontería o en bufonadas. Su persona no tiene nada que ofenda…
Parece haber nacido para la amistad, y es un amigo muy fiel y paciente… Cuando
encuentra alguien sincero y según su corazón, se complace tanto en su compañía y
conversación que pone en él todo el encanto de la vida… En una palabra, si
quieres un perfecto modelo de amistad, no lo encontrarás en nadie mejor que en
Moro… En asuntos humanos no hay nada de lo que él no saque algo divertido,
incluso de cosas que son serias. Si conversa con los sabios y juiciosos, se
deleita en su talento; si con el ignorante y tonto, se deleita de su estupidez.
Ni siquiera se ofende con los bromistas profesionales. Con una destreza
maravillosa se acomoda a cada situación. Incluso con su propia esposa habla con
muchos chistes y bromas».
Moro se casó nuevamente poco después la muerte de su
primera esposa, optando esta vez por Alicia Middleton, una viuda. Ella era mayor
que él por siete años, un alma buena, algo simple, sin belleza y educación; pero
una buena ama de casa, que se consagró al cuidado de los niños. En general, este
matrimonio parece haber sido bastante satisfactorio, aunque la señora Moro
normalmente no entendía los chistes de su marido.
Tomás Moro fue Gran
Canciller de Inglaterra, pero por su firme rectitud y por su fuerte carácter fue
una de las víctimas de Enrique VIII.
Habiendo
experimentado muchos obstáculos en la vida, fue capaz de escribir el
“Padrenuestro del humorismo”, que dice así:
«Señor, dame una buena
digestión, y, naturalmente, algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el
buen humor necesario para mantenerla. Dame un alma que no conozca el
aburrimiento, los lamentos, los suspiros y haz que no me irrite con esa cosa tan
molesta que es mi “yo”. Concédeme el sentido del ridículo y haz que entienda las
bromas para que mi vida tenga un poco de alegría, y así la pueda compartir con
los demás. Amén».
El santo de la
alegría
Donde quiera que Felipe Neri llegaba se
formaba un ambiente de fiesta y buen humor. Las gentes se reían de buena gana, y
aunque a algunos muy seriotes les parecía que él debería ser un poco más serio,
el santo lograba así que no lo tuvieran en fama de ser gran santo. Por eso a
veces se le llama “el bufón de Dios”. Tuvo siempre el don de la alegría. A él se le atribuye la frase: «Tristeza y
melancolía, fuera de la casa mía».
Es célebre aquella anécdota en la que cierta
persona, después de haber recibido un consejo espiritual de Felipe, recibió de
éste una sonora bofetada, para que recordando ésta se acordara de aquél.
Un día, una señora rica se presentó delante
de Felipe Neri calzada con un par de zapatos bastante elevados (¡la moda es
recurrente!). Cuando le preguntó a Felipe tímidamente, temiendo una condena o
una crítica, si podía andar así de engalanada, Neri se limitó a decir: «Cuide de
no caerse». Y en aquel “caerse” la interlocutora entendió todo un discurso.
San Felipe Neri, viendo
en cierta ocasión que varios fieles salían de la iglesia después de recibir la
comunión sin dedicar un momento a la acción de gracias al Señor, mandó dos
monaguillos con dos cirios encendidos a que siguieran a esos apresurados. Cuando
uno de ellos preguntó a qué venía aquello, el santo contestó: «Simplemente, para
que acompañen al Santísimo que tú has recibido hace un momento y lo alaben de tu
parte».
Ventajas del
celibato
Una vieja dama
que presumía de cultivada porque había leído muchos libros cogió la costumbre de
presentarse ante San Francisco de Sales cada día, para repetirle las mismas
cosas y lanzar improperios contra la Iglesia y contra el Papa.
Sin embargo, viendo que
el obispo de Ginebra siempre le rebatía sus argumentos, un día lo intentó
exponiendo lo que para ella era una verdad evidente: tenía que admitir que el
celibato era una ley tiránica de la Iglesia católica.
¾Señora
¾respondió
con una sonrisa¾,
si los sacerdotes católicos tuvieran familia, no podrían atender su ministerio.
Yo mismo, si estuviera casado y con hijos, ¿de dónde sacaría el tiempo para
escuchar durante tantos días sus objeciones?
El santo que valía dos
céntimos
A pesar de las molestias que le ocasionaban los reconocimientos médicos
frecuentes que se le hacían para estudiar sus estigmas, el Padre Pío se lo
tomaba con humor. A una de sus
hijas espirituales que le preguntó cuántas eran sus llagas y dónde las tenía, le
respondió: «¿Quién las cuenta? Debemos parecernos a Jesús».
Ante el estupor que mostraba alguien al contemplar
sus llagas, comentó: «Estáte tranquilo, que esto no es cosa del diablo».
Un día un doctor le hizo esta pregunta:
—Padre, dígame ¿Por qué tiene lesiones exactamente
allí y no en otra parte?
—Más bien debería ser usted el que me conteste,
doctor: ¿por qué he de tenerlas en otras partes y no allí?
Un día estaba rezando en el coro, mientras un gentío
se agolpaba a la entrada del convento. Una voz machacona se dejaba oír sobre las
demás, repitiendo continuamente: «¡Padre Pío por dos céntimos! ¡Padre Pío por
dos céntimos!»
Aquel grito distraía al Padre Pío y le hacía reír.
Cuando se asomó a la ventana, vio a un pobre hombre que vendía postales con su
foto. Entonces comentó:
—El padre guardián se cree que tiene aquí a un gran
personaje, pero… míralo: el Padre Pío vale solamente dos céntimos.
Un peregrino, que padecía un tumor, iba llegando
a Foggia cuando se dio cuenta de que estaba curado. Fuera de sí del
agradecimiento, fue directamente a San Giovanni.
¾¡Con que esas tenemos! —le dijo
el Padre Pío—: ya habías sanado y has hecho cuarenta kilómetros de más. Vete de
una vez y da gracias al Señor.
Un caso de sugestión
El padre Pío
estaba acostumbrado a que algunos visitantes ¾especialmente
los “intelectuales” y los científicos¾
intentaran explicar el milagroso fenómeno de sus estigmas con explicaciones
naturales: sugestión, histeria, fijaciones, obsesiones... y toda suerte de
fenómenos patológicos anormales.
Una vez, un joven
médico, creyendo que realizaba quién sabe qué gran descubrimiento, se presentó
ante el capuchino diciendo con toda seguridad: «Yo no creo en los estigmas; le
han salido porque usted pensaba con demasiada fijación en las llagas de
Cristo».
Al oír una vez más
aquella teoría, el capuchino sacó a relucir esa punta de malicia que a veces
tenía su sentido del humor, y respondió sonriendo: «¡Claro, hijo mío!: piensa
fijamente en un buey y verás que te saldrán los cuernos».
Un Papa
gordo y feo
Muchas son las anécdotas en la vida del Beato Juan XXIII que demuestran
su sencillo y sincero sentido del humor. Entre otras, están las
siguientes:
Al principio de su pontificado, Juan XXIII
tuvo que posar para los fotógrafos, para que éstos hicieran las fotografías
oficiales del nuevo Papa. En una ocasión, inmediatamente después de posar ante
las cámaras, recibió en audiencia a monseñor Fulton Sheen, que era un obispo muy
conocido en Estados Unidos porque predicaba en televisión. Al saludarle, Juan
XXIII le manifestó con toda sencillez: «Mire, Dios nuestro Señor supo ya muy
bien desde hace setenta y siete años que yo había de ser Papa. ¿No pudo haberme
hecho más fotogénico?»
Siguiendo sus costumbres de Venecia, Juan
XXIII, desde el comienzo de su pontificado, solía pasear un buen rato todas las
tardes. Lo hacía por los jardines vaticanos. Ante la propuesta de los
funcionarios del Vaticano de que “había que hacer algo…, tal vez cerrar la
cúpula a los turistas para que no vean el paseo del Papa…”, respondió con mucha
tranquilidad, preguntando a su vez: «¿Y por qué hay que hacer algo? ¿Por qué hay
que cerrar la cúpula?» Aquellos hombres le contestaron: «Santidad, es que todos
os verán…» Ante esta respuesta, Juan XXIII pensó un poco y les dijo: «No se
preocupen: les prometo a ustedes que no haré nada que pueda
escandalizarlos».
A lo largo de sus
múltiples misiones como enviado apostólico supo siempre granjearse la simpatía y
el afecto de las personalidades más dispares. Fue incluso amigo del anticlerical
Herriot, y una vez, como coincidiese en cierta recepción diplomática con Thorez,
jefe por entonces del partido comunista francés, le dijo
jocosamente:
¾Aunque
a usted no le agrade, pertenecemos al mismo partido.
Enseguida, ante la
perplejidad del voluminoso Thorez, aclaró con idéntico donaire:
¾Al
partido de los gordos, se entiende.
No salen las
cuentas
Otro
Papa con gran sentido del humor fue Juan Pablo II. La siguiente anécdota
trasluce una de las características más importantes del humor que fue típico en
los hombres de Dios: la humildad.
Durante el Sínodo de obispos de Roma, el
cardenal de Cracovia, después Juan Pablo II, propuso a varios cardenales ir a
esquiar al Terminillo.
—¿A esquiar?
—Sí, claro. En Italia, ¿no esquían los
cardenales?
—Pues... francamente, no.
—En Polonia, en cambio, el 40% de los cardenales esquían. —¿40%? Si en Polonia sólo hay dos cardenales. —Claro, pero no me negarán que Wyszynski vale por lo menos el 60%. |
domingo, 17 de fevereiro de 2013
Orar con la vida de los santos. La vida oculta de Nazaret
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